Retornados venezolanos: entre la espada y la pared - Alfa y Omega

Retornados venezolanos: entre la espada y la pared

El coronavirus ha planteado a miles de migrantes venezolanos en Colombia, Ecuador y Perú un cruel dilema: techo y seguridad si vuelven a Venezuela, o enfrentarse a la pandemia en algunos de los países latinoamericanos más golpeados por ella, donde son un grupo social muy vulnerable pero «al menos hay comida»

María Martínez López
Un grupo de venezolanos duermen en el puente internacional Simón Bolívar en Cúcuta (Colombia). 6.000 personas vuelven semanalmente a Venezuela. Foto: AFP/Schneyder Mendoza

Salieron de Venezuela huyendo del hambre, de la falta de medicinas y de una crisis social y política que solo parecía agravarse. Recorrieron cientos o miles de kilómetros, con frecuencia a pie, buscando un futuro mejor en Colombia, Ecuador (Quito está a 1.650 kilómetros de la frontera venezolana con Cúcuta, en Colombia) o Perú (Lima, a 3.400). Ahora, no tanto tiempo después, la crisis del COVID-19 ha hecho que muchos decidan desafiar el cierre oficial de fronteras y reemprender el camino de vuelta a su país, donde la situación no ha mejorado nada. Si hace falta, de nuevo a pie. Afortunadamente, «el Gobierno de Colombia ha decidido hacer una intervención humanitaria y se ha creado un canal sanitario para que crucen el país en autobuses» desde las grandes ciudades o las fronteras del sur hasta la venezolana, agradece monseñor Víctor Manuel Ochoa, obispo de Cúcuta.

Su diócesis, en el lado colombiano del límite entre ambos países, lleva años atendiendo a entre 50.000 y 75.000 personas diarias, «con picos de 100.000». De ellas, cada día unas 5.000 seguían su camino, mientras que el resto volvía a su país tras comprar comida, medicinas u otros suministros. Con el tiempo algunos se fueron instalando en asentamientos de chabolas en Cúcuta. La ciudad ha crecido así en 300.000 nuevos vecinos, el 25 % de sus 1,2 millones de habitantes.

Desde que comenzó la pandemia, según Migración Colombia son más de 14.000 venezolanos los que desandaron el camino para volver a Venezuela desde o pasando por el país vecino. Oficialmente, Venezuela solo admite al día a 200 personas por el puente Simón Bolívar, cercano a Cúcuta, y a 100 por la frontera de Arauca. Pero «la frontera es casi inexistente, una línea sobre el suelo» sin controles más allá de los puestos fronterizos, explica el obispo de Cúcuta. Estima que últimamente pasan por allí 6.000 cada semana. «Y la cifra crecerá».

«Volver así no es fácil»

«Volver así no es nada fácil, es muy triste», asegura monseñor José Trinidad Fernández Angulo, secretario general de la Conferencia Episcopal Venezolana. Del estado de ánimo de los emigrantes retornados, subraya «el desconsuelo de no haber logrado lo que se pensaba». Llegan también con la esperanza de que alguien pueda ayudarles, pero «ni ellos ni los de aquí lo tienen fácil».

A ello se suma la escasez de alimentos y bienes básicos como el agua. Paradójicamente, «en el campo muchos productos se están perdiendo. No se recolectan porque no hay dinero» para los jornales, «y si se recogen no se pueden transportar» ante la falta de combustible. El desabastecimiento alimenta la inflación, y planea la incertidumbre de qué ocurrirá cuando se implemente el control de precios anunciado por el Gobierno. La gente se salta la cuarentena «para llevar comida a casa», y han vuelto a producirse disturbios en diversas ciudades. A ellos se sumó el 1 de mayo un motín en la cárcel de Los Llanos, que se saldó con 46 muertos y que la oposición atribuye a la negativa de las autoridades a dejar introducir alimentos llevados por los familiares de los reos. «Ante el hambre, la gente reacciona instintivamente», explica el obispo. «Nosotros estamos en contra de la violencia y nunca la promoveremos, pero el derecho a protestar está en la Constitución».

El espejismo de una Venezuela sana

A los retornados les empuja el miedo al coronavirus. En Perú hay 46.000 casos y 1.300 fallecidos, y en Ecuador casi 30.000 positivos y 1.500 muertos, frente a los 7.700 y 340 respectivamente de Colombia. En comparación, a los venezolanos les atraen los anormalmente bajos datos oficiales de Venezuela (357 positivos y una decena de fallecidos), por mucho que entidades como Human Rights Watch hayan denunciado por boca de su subdirectora, Támara Taraciuk Broner, su nula fiabilidad, la «censura y falta de transparencia oficial» e incluso la detención de periodistas y profesionales sanitarios que los ponían en duda.

También, continúa el obispo de Cúcuta, «prefieren tener un techo en Venezuela a seguir acampados» en parques, lugares públicos o asentamientos de chabolas de otros países. En ciudades como Medellín, explican desde Cáritas Colombia, el Ayuntamiento y ACNUR han tenido que improvisar alojamientos para cientos de familias en esta situación. Los migrantes venezolanos son, además, especialmente vulnerables al impacto que el confinamiento ha tenido sobre quienes realizan trabajos informales. Y, sin embargo, una vez llegados a la frontera, no todos la cruzan. Monseñor Ochoa explica que algunos siguen instalándose en Cúcuta, sobre todo si tienen allí algún conocido o allegado. «Dicen que por lo menos aquí hay comida».

La pandemia y el confinamiento hacen más difícil conseguir comida en Caracas. Foto: EFE/Rayener Peña R.

30.000 raciones de comida

La marea migratoria ha cambiado de sentido. Pero no el afán de la Iglesia por atender a los rostros que la forman. Ante el cierre de la casa Divina Providencia de Cúcuta, que cada día alimentaba a 6.500 personas de paso, y de otros ocho comedores sociales, se han empezado a distribuir 30.000 raciones de alimento seco gracias a «un grupo grandísimo de laicos, religiosos, sacerdotes y diáconos», con las aportaciones de empresarios, grandes supermercados y otros donantes privados, explica monseñor Ochoa.

La historia se repite a lo largo de toda Colombia, comparten desde Cáritas nacional. La entidad tiene a los migrantes venezolanos como uno de los grupos que merecen una atención prioritaria en la actual crisis. En algunos sitios el confinamiento ha obligado a cambiar los métodos, y lanzar proyectos de ayuda en efectivo y asesoramiento médico, jurídico y social. En otros, como Ipiales (cerca de Ecuador), con ayuda de ACNUR se ha conseguido mantener abierto un albergue. «Nuestro trabajo es muy limitado», reconoce el obispo de Cúcuta. «Pero proviene de la generosidad. Esta es la acción de la Iglesia, la verificación del Evangelio, que pasa necesariamente por la caridad».

Un foro para alimentar la esperanza

Al secretario general de la Conferencia Episcopal Venezolana, monseñor José Trinidad Fernández, le parece insuficiente que Cáritas y la Iglesia asistan a cerca del 8 % de la población. «Quisiéramos llegar a todas partes». A la ayuda que ya se venía prestando se suma ahora la atención a los regresados, con programas como No me pesa, es mi hermano en la diócesis de Guasdualito. A los obispos, con todo, les preocupa en igual medida el sentimiento generalizado de «desolación y desesperanza». «Nuestro trabajo y el del resto de confesiones es intentar alimentar la fe y la esperanza del pueblo». Con este objetivo se constituyó el 22 de abril el Consejo Interreligioso Social de Venezuela, que agrupa a entidades cristianas de distintas confesiones, judías, y entidades sociales. Abiertos a reunirse «con todos los sectores del país», el objetivo de este foro es ejercer el «rol profético» de las religiones para concienciar de que «esto no se resuelve si no enarbolamos la bandera del bien común», «ser anunciadores de paz y reconciliación, siempre desde la justicia», y hacer propuestas concretas desde el consenso. «No queremos rivalizar y crear más diatribas».