Unorthodox. Ortodoxia - Alfa y Omega

Unorthodox. Ortodoxia

Isidro Catela
Fotograma de la serie ‘Unorthodox’
Fotograma de la serie Unorthodox. Foto: ABC.

Decía el genial Chesterton en Ortodoxia que «la razón en sí misma es un objeto de la fe. Es un acto de afirmar que nuestro pensamiento no tiene relación alguna con la realidad». Estas cuestiones graves, que Chesterton conseguía hacer livianas, están en el corazón de Unorthodox, de Netflix, una de las series revelación del año.

La inclinación hacia la diosa Razón, en el contexto tramposo de una historia durísima, es aquí lógica. Se trata de la historia, basada en hechos reales, de una muchacha que huye de la irracionalidad a la que su comunidad jasídica (judíos ultraortodoxos) la somete y viaja hacia el paraíso de la posmodernidad, que halla en la multicultural Berlín. Que la búsqueda del sentido vital requiere no enfermar ante las patologías de la religión (que puede haberlas), queda claro. El problema es que la alternativa no incluye ensanchar la razón (en términos ratzingerianos), sino que trata de mutilarla, hacerla líquida y, al fin, plantear como solución lo que también forma parte del problema.

Cabe preguntarse por qué una historia tan trillada ha tenido tanto éxito. A mi juicio, las causas son al menos tres: se presenta como alternativa y es en realidad políticamente muy correcta; rezuma autenticidad, y es breve (cuatro capítulos en una sola temporada).

Ahora que están tan de moda la posverdad y la construcción del relato, hay que avisar de que historia y serie difieren en no pocos puntos esenciales. La serie de ficción está basada en las memorias de Deborah Feldman, publicadas con el título Unorthodox: the scandalous rejection of my hasidic roots y, siendo generosos, diremos que la adaptación ha sido muy libre.

Unorthodox centra el tiro, pero no acaba de dar en la diana. Merecen la pena el trabajo de los actores, la propia historia de corazón inquieto e insatisfecho de quien anhela una vida mejor, y la propuesta emocionante que se atisba, en la que parece sostenerse aquella inolvidable sentencia de Dostoyevski de que, al final, será la belleza la que salvará al mundo.