Un inmenso patrimonio aún por descubrir - Alfa y Omega

Un inmenso patrimonio aún por descubrir

El Papa quiere que el Año de la fe sirva para volver la mirada a la rica herencia que dejó el Concilio Vaticano II. Sus documentos, 50 años después, siguen siendo desconocidos para muchos, y no faltan interpretaciones muy extendidas que tergiversan el sentido de este gran acontecimiento eclesial

Gabriel Richi Alberti
Sesión de apertura del Concilio Vaticano II, en la basílica de San Pedro, en el Vaticano, el 11 de octubre de 1962.

Gaudet Mater Ecclesia: con estas palabras el Beato Juan XXIII inauguró, hace exactamente cincuenta años, el Concilio Vaticano II. Tres palabras que recuerdan la noche de Pascua y el anuncio gozoso del pregón —Alégrese nuestra Madre, la Iglesia— y, de este modo, identifican al protagonista y, al mismo tiempo, la razón de ser y el horizonte de comprensión del Concilio y de sus enseñanzas: la presencia de Jesucristo resucitado en la Historia. En efecto, es imposible acercarse al Vaticano II si se prescinde del reconocimiento de la presencia del Señor resucitado entre nosotros, único tesoro de la Iglesia y contenido de su misión entre los hombres. «Porque la Iglesia —nos recuerda la Constitución Lumen gentium en su primer número— es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».

Los obispos llegan a la basí­lica de San Pedro, durante la celebración del Concilio.

A cincuenta años de aquel 11 de octubre que vio, convocados en Roma, por el sucesor de Pedro, a los obispos de los cinco continentes, los católicos, gracias a la providencial guía de los Papas de estas décadas, sabemos que estamos en deuda con el Espíritu del Resucitado por el don del Vaticano II.

Pablo VI, durante la Clausura del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965.

Y, sin embargo, podemos preguntarnos: ¿conocemos la enseñanza del Concilio? La pregunta no es banal, pues en estos días se multiplican, en los medios de comunicación -sobre todo a través de Internet-, presentaciones e interpretaciones del Vaticano II opuestas entre sí y, en demasiadas ocasiones, muy distorsionadas. Por eso, se comprende que Benedicto XVI, al convocar el Año de la fe, haya dicho expresamente, en el número 5 del motu proprio Porta fidei: «He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del Beato Juan Pablo II, no pierden su valor ni su esplendor».

Un obispo habla con dos auditoras presentes en el Aula conciliar, durante una sesión del Concilio Vaticano II.

Así pues, el primer paso no puede ser otro que acercarse a los documentos promulgados por el Concilio Vaticano II: cuatro Constituciones (Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia; Lumen gentium, sobre la Iglesia; Dei Verbum, sobre la divina revelación; y Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual); nueve Decretos (Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo; Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas; Christus Dominus, sobre el ministerio episcopal; Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros; Optatam totius, sobre la formación sacerdotal; Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa; Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los fieles laicos; Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia; e Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social); y tres Declaraciones (Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas; Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa; y Gravissimum educationis, sobre la educación cristiana). Un patrimonio inmenso: ¿por dónde empezar?

Documento de Juan XXIII para la constitución de las Comisiones preparatorias del Vaticano II.

Para acercarse a la riqueza doctrinal y pastoral de los textos conciliares es importante reconocer, ante todo, su horizonte propio. Con Marie-Joseph Le Guillou, dominico que trabajó como perito en el Concilio y publicó una de las mejores introducciones al mismo —El Rostro del Resucitado, recientemente editado en español—, podemos afirmar que dicho horizonte es la autocomunicación de la Trinidad a los hombres en el acontecimiento salvífico de Jesucristo. La perspectiva trinitaria y cristológica es esencial para reconocer la enseñanza del Vaticano II. A partir de la Revelación (DV), es posible reconocer quién es la Iglesia (LG, OE) y su origen eucarístico (SC). Con estos sólidos fundamentos, se podrá afrontar la necesaria renovación de todos los estados de vida (ChD, PO, OT, PC, AA), de manera que, reconociendo la centralidad de la libertad religiosa (DH), se favorezca la misión de la Iglesia (AG, IM, GE), que incluye el ecumenismo (UR) y el diálogo interreligioso (NA). De este modo, la Iglesia podrá salir al encuentro de todos los hombres, pues «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS, 1).

Juan XXIII reza en la basí­lica de San Pablo Extramuros, el 25 de enero de 1959, antes de convocar el Concilio.

Benedicto XVI, en su reciente peregrinación a Loreto, ha identificado el núcleo de la enseñanza conciliar, ese núcleo que nos introduce en el misterio de la Iglesia, con estas palabras: «Es necesario volver a Dios para que el hombre vuelva a ser hombre». Por esta razón, el Vaticano II es hoy más actual que nunca.