La decepción convertida en alegría - Alfa y Omega

La decepción convertida en alegría

III Domingo de Pascua

Daniel A. Escobar Portillo
‘Jesús con los discípulos de Emaús’ (detalle). Obra del pintor chino He Qi. Foto: CNS/cortesía He Qi

Son varias las notas que distinguimos en los relatos de las apariciones del Señor a sus discípulos tras la Resurrección. Dos de ellas destacan especialmente: la dificultad para reconocer al Señor y la tristeza o miedo que sufren quienes saben que pocos días antes ha sido crucificado Jesús. Así pues, el paso de la tristeza a la alegría o de la decepción a la esperanza es palpable en quienes han tenido la suerte de vivir ese especial encuentro con el Maestro. Pero sería incompleta una visión del Evangelio de san Lucas sin ver qué unifica la experiencia de quienes se topan con el Señor, ahora resucitado. Estaríamos equivocados si pensáramos que Lucas dedica parte de su Evangelio solo a recordar a través de diferentes episodios cómo los discípulos adivinan quién les habla. Los relatos de las apariciones van más allá de meros descubrimientos o de cambios en el estado de ánimo. Se trata de auténticos encuentros que provocarán una verdadera conversión en el corazón de los discípulos. Ese cambio del corazón es lo que busca el Señor y el verdadero fruto de la acción de Dios en los hombres. La pregunta «¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» refleja a la perfección que alguien puede ser transformado por un encuentro. Por otro lado, estamos ante una experiencia y una reacción profundamente humana: cuando estamos a gusto con alguien, desearíamos que ese momento se prolongase indefinidamente. Lo que ocurre en este pasaje nos sirve para valorar la conversión como algo siempre positivo, puesto que no pocas veces corremos el riesgo de pensar que la conversión consiste más en un proceso de lucha y superación de nuestros pecados que en una experiencia de gozoso encuentro con quien nos quiere.

La Palabra como camino de conversión

El Evangelio sitúa a los dos discípulos en el trayecto entre Jerusalén y Emaús. El sentido del camino era el de la fuga, puesto que en Jerusalén había tenido lugar la muerte del Señor y allí vivía la comunidad de la que ahora Cleofás y su compañero de viaje se quieren despegar. Probablemente no existe en la Escritura un texto en el que se muestre un desengaño tan grande. Se dedican varias líneas a describir un fracaso, acentuado por una narración con formas verbales en pasado: lo que pudo ser y no fue. Sin embargo, a partir de ahí comienza algo nuevo. Precisamente, el lamento da pie a Jesús para explicar la Escritura. Y Jesús no recurre a pasajes que no tuvieran que ver con lo que planteaban sus amigos, sino que, en primer lugar, los escucha y luego, conectando con el relato de ellos, recurre a los pasajes de la Escritura pertinentes. Con ello se nos muestra que la Palabra de Dios tiene la virtud de abrirnos la mente para reconocer a Jesucristo en nuestra vida, su presencia y su cercanía. En tiempos en los que no es fácil participar en la celebración habitual de los sacramentos es necesario más que nunca reconocer el valor de la Palabra de Dios para que, a través de nuestro trato asiduo con ella, podamos decirle al Señor, como los discípulos de Emaús, «quédate con nosotros». Con esta expresión se plasma el deseo de recibir al Señor en nuestra vida. En un tiempo en el que la Iglesia ha querido subrayar el valor de la Palabra de Dios mediante un domingo dedicado a la Palabra de Dios, las circunstancias dolorosas que vivimos pueden servirnos para recurrir más a la Escritura y reavivar en nosotros el deseo de la participación plena en los sacramentos, cuando sea posible. El pasaje concluye con el retorno a Jerusalén, al seno de la comunidad. La vuelta a la Iglesia y el deseo de comunicar a los demás lo que nos ha sucedido son los dos indicadores de la sinceridad de nuestra conversión.

Evangelio / Lucas 24, 13-35

Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos 60 estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días». Él les dijo: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron».

Entonces Él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».

Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y Él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.