Las orillas de la oscuridad - Alfa y Omega

Poco podía imaginar cuando citaba a Albert Camus en la última de mis colaboraciones en esta página que fuera precisamente este escritor el que volviera a habitar con nosotros las horas de tiniebla que ahora convoca nuestra desgracia. Allí recordaba al Camus que definía el siglo XX como el siglo del miedo. Hoy he de evocar también al autor de La peste, un libro que ha recorrido las redes sociales en ávida lectura de muchas personas que han buscado en el fondo de sus bibliotecas, para encontrarse de nuevo con la obra que tanto les impresionó hace años, y verla como una crónica anticipada de la atrocidad que estamos viviendo .

La peste. La palabra tiene una calidad metafórica que desborda las exigencias del lenguaje científico. La peste es la enfermedad, pero también el estado de excepción radical que nos sugiere. Un estado de excepción para nuestros mermados recursos sanitarios, para nuestra economía en dificultades, para nuestras instituciones tensionadas, para nuestra idea de la convivencia, para nuestros principios morales. Todo nuestro mundo ha quedado en suspenso. Todas nuestras seguridades, todo lo que dábamos por sentado, todo aquello a lo que creíamos tener derecho y todo lo que considerábamos adquirido definitivamente. Habiendo dejado atrás los que considerábamos los momentos más espantosos del mundo moderno, incluyendo el exterminio de millones de personas a manos del terror totalitario, se nos ha despojado de nuestros hábitos, se nos ha dejado desnudos, indefensos, a solas con nuestra razón, interpelados por nuestra fe, heridos profundamente por nuestras emociones desbordadas.

De todo ello hablaba el libro de Camus, convertido en una inmensa meditación sobre las consecuencias de este asedio voraz e inagotable. A otros dejo las cuestiones que habrán de plantearse con valentía y serenidad cuando esto acabe: la severa exigencia de responsabilidades a quienes han podido debilitar nuestro impulso común y la necesidad de proteger y cuidar a los más vulnerables. Sobre reflexiones venideras podrá quizás edificarse el ámbito de una regeneración moral y política que nos ayude a restablecer una nación digna de este nombre. Lo que me corresponde es hablar como cristiano. Tratar de hallar ahora las palabras que merezcan también ser llamadas cristianas. Camus pone en boca del sacerdote Paneloux una información turbadora sobre el sentido del dolor, «ese resplandor excelso de eternidad que existe en el fondo de todo sufrimiento». No, no es cierto que los cristianos veamos en esta atrocidad una ocasión mejor para acercarnos a Dios, si ello significa que así pagamos nuestras culpas con un castigo ejemplar. La verdad, la verdad del amor de Dios, la verdad de la presencia de Jesús en la tierra es otra.

Exaltar la esperanza

Dios no ha enviado una plaga que nos obligue a meditar haciéndonos conscientes de nuestra fragilidad. El desastre que ha llegado forma parte de los delicados equilibrios orgánicos en los que vive y muere nuestra condición humana. No puedo pensar en un Dios torturador que nos amenace y ponga a prueba de este modo. No puedo contemplar a Cristo en la cruz ofreciéndonos el cáliz de este sufrimiento. En las orillas de esta oscuridad que levanta ante nosotros su inmensa servidumbre espiritual, quiero hallar las razones últimas de nuestra fe y, por tanto, la respuesta de la libertad y de la luz. No voy a reivindicar ahora el sufrimiento como forma de purificación, sino la exaltación de la esperanza en la vida eterna como sendero de alegría y plenitud. Quiero proclamar ahora que mi fe de cristiano se basa en la aceptación dolorosa de todo aquello que la naturaleza nos ha dado, incluyendo la enfermedad. Esa aceptación complementa el inmenso gozo de vivir que nuestra conciencia de criaturas selectas nos ha dado. Pero la aceptación no es compungida resignación, aterrada reclusión en nuestra tragedia: es la afirmación de la Verdad esperanzada.

Nuestra vida tiene un significado más allá del privilegio feliz de haber existido como hombres libres. Jesús no nos contempla con la severidad de un tribunal autoritario: nos habla con dulzura infinita, quiere evitarnos el ciego sufrimiento de la soledad y el pavoroso abismo de la muerte definitiva. Lo que juzgará con severidad es si hemos estado a la altura de nuestros hermanos, si hemos sabido darles consuelo o si hemos preferido llenarlos de pasividad, de espanto, de ausencia de verdadera esperanza cristiana. Jesús desprecia el miedo y a quienes lo provocan. ¿Y no será la falta de fe, la ruptura del proyecto de la creación, el abandono de nuestra idea de salvación, la pérdida de nuestra eternidad, la forma más abyecta de extender el terror en situaciones como la que hoy padecemos?

Nos queda la palabra. Nos queda la oración. La imagen del Papa Francisco posando su mano en la imagen de Jesús crucificado, con el corazón destrozado por lo que está ocurriendo, es inspiradora. Necesitamos ese contacto en nuestras propias manos. Nos hace falta ese sentido elemental que nos acerca a Jesús en el momento de su mayor entrega a nuestra causa. Ofrezcamos al mundo que sufre nuestra profunda fe en la eternidad y en la salvación. Ofrezcamos a los hombres y mujeres golpeados por este dolor interminable la fuerza de este amor, la invulnerable verdad del espíritu. Que el corazón de Jesús nos dé fuerzas para aceptar todo esto con la resuelta decisión de vivir a la luz del Evangelio. Señor, yo no soy digno… pero una palabra tuya bastará para salvarme.