Desgarro esperanzado - Alfa y Omega

El comienzo de la vida se abre ya con un desgarro: la separación del seno de la madre. Además, nuestra existencia se encuentra sujeta a innumerables hiatos: la pérdida de un trabajo, la ruptura con una pareja o el final de una amistad son claros ejemplos. Sin embargo, siempre queda la posibilidad de la recomposición. Como explicaba la pensadora Hannah Arendt con el concepto de natalidad, la más excepcional capacidad del ser humano es la de poder comenzar una y otra vez; la de inaugurar, con sus palabras y acciones, nuevas oportunidades y posibilidades de aparecer en el mundo. Somos un proyecto enteramente abierto, inconcluso, y las adversidades se convierten, en este sentido, en una amplia ventana desde la que observar –y actuar en– un horizonte siempre por venir.

Aunque, es verdad, algo distinto ocurre con la muerte. Distinto, pero no imposibilitante. Cuando termina la vida de un ser querido (más, si cabe, en circunstancias como las actuales, en las que incluso se hace imposible la despedida), el trago se hace mucho más amargo. Nuestro universo sensorial queda trastocado: el otro, ese otro que era tan nuestro, ya no está aquí, ya no lo podemos tocar ni besar. Y, a pesar de ello, esa persona sigue existiendo en el recuerdo, en las fotografías, en los relatos que nos contamos (y por tanto en nuestras palabras). Algo queda, y ese algo es refugio, alivio, consuelo.

Pero hay otro plano, además del físico. Es el plano emocional. Nadie negará que el dolor lo transfigura todo, y no podemos alejar de nosotros la adversidad. Pero sí podemos elegir cómo afrontarla. Dostoyevski escribió: «Solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos». Más tarde, el psiquiatra Viktor Frankl (superviviente de Auschwitz), apuntaba en El hombre en busca de sentido: «El talante con el que alguien acepta su ineludible camino y todo el sufrimiento que le acompaña, la forma en que carga con su cruz, le ofrece una singular oportunidad –incluso en las circunstancias más desfavorables– para dotar a su vida de un sentido más profundo».

Ese sentido puede encontrarse, más que en ningún otro instante, en el inevitable duelo que sigue a la pérdida de un ser querido. En el más absoluto desgarro, que parece alejarnos para siempre de un futuro feliz, es donde nuestro ánimo encuentra más fuerza. Quizá no aparece de inmediato, quizá haya que tener paciencia, esperar: pero, tras el desgarro, sin excepción, la piel vuelve a sanar, cicatriza.

La pérdida es irremediable, pero el duelo puede ser regenerador. No tengamos miedo de manifestar nuestro dolor; mientras se tiene fortaleza para compartir la angustia, también la hay para recomponerse de ella. El desconsuelo es recuperable; donde existe esperanza, existe horizonte. Construyamos futuro mediante una bella memoria del pasado: la de los nuestros.