Un rey oculto - Alfa y Omega

Un rey oculto

Domingo de Ramos

Daniel A. Escobar Portillo
Detalle de la pintura en la capilla greco-ortodoxa del Calvario. Iglesia del Santo Sepulcro, Jerusalén. Foto: Lawrence OP

Probablemente el hecho más significativo, a la vez que paradójico, de la celebración de este domingo sea comenzar aclamando a Cristo como rey, para poco después contemplar conmovidos cómo ese rey de los judíos es llevado como oveja al matadero. Tanto los relatos de la entrada del Señor en Jerusalén como, evidentemente, la narración de su proceso de condena a muerte, están repletos de detalles que presentan al Señor como objeto de la burla. Lejos de los fastos con que los reyes eran aclamados, Jesús entrará en Jerusalén subido en una borrica. Y el ambiente de mofa de los soldados lleva a visibilizar esa peculiar realeza. Por eso lo visten de púrpura y lo coronan, pero de espinas. Entre todas las infamias que se relatan entrará en escena una frase que recuerda el episodio de las tentaciones del Señor en el desierto, que hace pocas semanas escuchábamos: «Si eres hijo de Dios, baja de la cruz». De nuevo al Señor se le pide realizar un milagro en provecho propio, como si de un mago se tratara.

¿Dónde queda la acción de Dios?

En torno al esperpento descrito en la Pasión surge inevitablemente una cuestión nada fácil de responder, vinculada con el salmo que Jesús pronuncia: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La pregunta que nos formulamos al ver cómo Jesús es humillado nos la podemos realizar cada uno de nosotros cada vez que experimentamos el sufrimiento o somos testigos del dolor de otros. Si algo nos puede aportar este pasaje del Evangelio, en unión con las celebraciones de estos días, es que cada vez que nosotros experimentamos la tempestad, el dolor o el sufrimiento, paradójicamente estamos viviendo algo parecido a lo que padeció el Señor en los momentos previos a su muerte. La respuesta a la acción de Dios cuando le elevamos súplicas nunca se encontrará sin continuar la historia de la salvación en Jesucristo, que por fortuna no concluyó con la humillación y la muerte en la cruz, sino con la victoria definitiva sobre esa muerte, triunfo en el cual también estamos llamados a participar.

Evangelio / Mateo 27,11-54

En aquel tiempo, Jesús fue llevado ante el gobernador Poncio Pilato, y este le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús respondió: «Tú lo dices». Y, mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?». Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta el gobernador solía liberar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?». Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y, mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: «No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él». Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó: «¿A cuál de los dos queréis que os suelte?», y ellos dijeron: «A Barrabás». Pilato les preguntó: «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?». Contestaron todos: «Sea crucificado». Pilato insistió: «Pues, ¿qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Sea crucificado!». Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». Todo el pueblo contestó: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos». Entonces les soltó a Barrabás, y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Entonces los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de Él a toda la cohorte: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante Él la rodilla, se burlaban diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!». Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir lugar de la calavera), le dieron a beber vino mezclado con hiel; Él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban lo injuriaban, y meneando la cabeza, decían: «¡Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres hijo de Dios, baja de la cruz!». Igualmente, los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también diciendo: «A otros ha salvado y Él no se puede salvar. ¡Es el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos. Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: “Soy Hijo de Dios”». De la misma manera los bandidos que estaban crucificados con Él lo insultaban. Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: «Elí, Elí, lemá sabaqtaní». («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías». Enseguida uno de ellos fue corriendo, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu. Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se abrieron, muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Él resucitó, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados: «Verdaderamente este era Hijo de Dios».