José Cobo relata sus impresiones en la morgue del Palacio de Hielo: Del hielo a la Resurrección
La semana pasada, el Arzobispado de Madrid inició el rezo de responsos en el Palacio de Hielo, convertido en una gran morgue. Con esta liturgia, a cargo de sacerdotes de templos cercanos, la diócesis más golpeada por el coronavirus va a ofrecer y rezar por la vida de los difuntos que provoca la pandemia, al tiempo que quiere estar cerca de sus familiares. El obispo auxiliar José Cobo, que fue el primero en ofrecer un responso, relata sus impresiones
El pasado jueves por la mañana me acerqué al Palacio de Hielo para intentar ayudar a preparar la presencia religiosa allí en los primeros momentos de la nueva morgue. Lo que queríamos era poner un poco de calor en medio del hielo, entre el ir y venir de furgones, tareas y trabajos que se engranan con profesionalidad y meticulosidad. No hay familiares. Tienen prohibido el paso por seguridad y protocolo.
Al llegar me venían a la cabeza los momentos que, con mis amigos o sobrinos, compartimos años atrás patinando en la pista o entre estas gradas. Ahora, subiendo las escaleras del gran portón, entre coches fúnebres, se percibe un silencio apagado que señala que es verdad, que allí reposan, calladas, las víctimas de esta pandemia. Todo es blanco, frío y extraño.
Con el encargo del cardenal Osoro, mi ritual de exequias, mi estola morada y el corazón abrumado, llegué a las puertas de un mausoleo donde la muerte parece callarlo todo. Después de sortear un montón de controles y las dificultades del primer día, me condujeron a bocajarro al pie de la misma pista de hielo. Sin tiempo para hacerme a la idea, me vi solo en mitad de la pista, un gran cuadrilátero repleto de féretros, en medio de un silencio gélido solo roto por el lejano ir y venir de funcionarios embozados con trajes blancos de protección.
Todo se paró. Me vi allí con mi ministerio, mi viejo libro de oraciones, e intentando mirar más allá de lo que se veía, para escuchar las vidas que allí dormían en el hielo, sus nombres, sus familias o sus soledades, pues algunos murieron en el más completo abandono.
Abrí el ritual y, desde esa experiencia de pequeñez, atiné a romper con voz titubeante el reposo de aquel recinto con la sola fuerza del viejo salmo: «El Señor es mi Pastor, nada me falta…». Entonces sucedió el milagro de la oración. Como luz en la tiniebla, sentí que allí estaba toda la Iglesia rezando por medio de este pobre obispo. Y con ella, las familias de aquellos difuntos y las personas a las que abrazaron, y con las que lloraron… Entonces las gradas se poblaron de corazones y, por un momento, el frío se alejó.
Como un soplo de esperanza, la oración silenciosa de las exequias se insertó en la vida de verdad. Testigo soy de cómo la palabra despliega la fecundidad de dar sentido a lo que sucede, aun cuando no lo comprendamos, aun en medio del bosque de ataúdes.
Las palabras no eran mías, eran las de la comunidad, las de nuestra Iglesia, y retumbaban en la sequedad del hielo: «A tus manos, Padre de bondad, encomendamos el alma de estos hermanos nuestros. Concédeles el lugar de la luz y de la paz…». El eco del Evangelio humanizaba el frío y la masificación. Y allí estaba la presencia de Jesucristo, abrazando a cada uno de sus hermanos, llorando como lo hacía al pie de la tumba de su amigo Lázaro y dando su esperanza.
No estamos solos
Recé con todas mis fuerzas para que esa esperanza que portamos en el corazón de la Iglesia llegara desde esta pista hasta caldear los corazones de aquellos que lloran a estos difuntos, incluso a toda nuestra sociedad que tanto lo necesita. Entonces, al abrigo de un lento padrenuestro, las gradas se llenaron de corazones, vidas y familias. Y pedimos por ellos, para que el consuelo del Resucitado los envuelva y sientan que no están solos. Es como una puerta abierta donde la Iglesia se ofrece a estar con sus hermanos, y la abre para, en Cristo, recomponer la relación con sus seres queridos desde la fe.
Así, como un relámpago, se hizo real aquello que dice que ni en la vida ni en la muerte estamos solos. Hay llanto, frío y dolor, pero Dios no nos abandona. Es capaz de transformar el hielo de la muerte en esperanza cálida para todos, y hace de cada vida un signo de su acción. Entonces pedí la bendición de Dios para aquellos y, despidiéndome, salí reconfortado.
A las puertas agradecí de corazón a los profesionales su trabajo y el cuidado a aquellos cuerpos, lugares sagrados de la vida del Señor. Quizá al verme, pararon un poco y algunos no ocultaron su respetuoso: «Gracias, padre, por su oración».
Desde hoy intentaremos, como Iglesia, seguir transformando este hielo de las víctimas de la tragedia en el calor de la Resurrección de Cristo. Cada día la Iglesia estará allí, silenciosa y orante, para dar humanidad, desde la fe, a la gelidez de la muerte que transita sobre esa pista de hielo.
Y lo haremos también desde los lugares donde siempre estamos para iluminarnos con la oración: los tanatorios, los hospitales, las casas, los cementerios y crematorios. Testigos pobres de la esperanza y siempre dispuestos a orar, acoger y ayudar a afrontar la muerte de los nuestros desde la fe en el Resucitado.
Descansen en paz.