Quien ama a Dios, ama la vida - Alfa y Omega

En una Cuaresma marcada por el coronavirus, este 25 de marzo celebramos la Jornada por la Vida. En los materiales para este día, preparados antes de que estallara la pandemia, la Conferencia Episcopal Española invitaba a ser sembradores de esperanza, a «llenar de esperanza el momento de la muerte, acoger y sostener a su familia y seres queridos e iluminar la tarea de los profesionales de la salud». En las dolorosas circunstancias que estamos viviendo, esto parece más importante si cabe.

A los creyentes se nos dice en las Escrituras: «Tienes ante ti la muerte y la vida, escoge la vida». Nuestro Dios es un Dios de la vida. Sabemos que la vida es un don del que no podemos disponer y, por ello, la Iglesia se hace pregonera de los derechos fundamentales de cada persona.

En estos días de confinamiento y contagios que crecen sin parar, estamos viviendo de un modo especial lo que supone ser extremadamente vulnerables y sentirse a la intemperie. Emocionalmente es durísimo no poder despedir a un ser querido fallecido como quisiéramos, o simplemente no poder abrazarnos y besarnos. Solo nos queda poner nuestra vida confiadamente en manos de Dios. En medio de la desolación, tenemos una oportunidad de gracia: abrirnos a Dios con todas las consecuencias. Abrámonos todos a Dios. Él, solo Él, es quien da el verdadero sentido a la vida. Él nos invita a ser guardianes de nuestros hermanos y a custodiar con delicadeza entrañable la vida en toda su extensión. Os lo pido en unos momentos nada fáciles. Tengamos hoy la valentía de acoger, proteger y cuidar la vida. Más que nunca, tenemos que permanecer abiertos a la vida en todas las dimensiones. También la trascendente, la que está en el centro del auténtico desarrollo humano integral. Solo aquí encontraremos la motivación y la energía para esforzarnos en favor del verdadero bien del hombre.

Dejémonos renovar por el amor de Dios cuando vamos a celebrar la Jornada de la Vida. El amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y de toda la sociedad. Dios es sobre todo amor. Nos ama a cada uno de nosotros en nuestra condición y en nuestra realidad, y nos enseña que el perdón dado a toda la humanidad ha de ser el pan nuestro de cada día. Sí, ese es el Dios de rostro humano, el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la Cruz. Permitidme que diga que donde Dios está ausente –el Dios de rostro humano, Jesucristo–, estos valores no se muestran con toda su fuerza. No quiero decir que los no creyentes no puedan vivir una moralidad elevada y ejemplar. Sencillamente digo que, en una sociedad en la que se aparta a Dios, no se encontrará el consenso necesario sobre los valores morales y la fuerza para vivirlos aún en contra de los propios intereses.

La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con todos aquellos que sufren. Esto es especialmente válido en estos momentos. Aceptemos, queramos a los que sufren y contribuyamos mediante nuestra compasión y nuestra entrega a que el sufrimiento sea compartido y minimizado.

Recorramos en esta Cuaresma un camino de purificación y maduración y, sobre todo, labremos un camino inédito de esperanza. ¡Qué bueno es defender la vida en estas circunstancias en las que nos sentimos tan frágiles! Descubramos que no vivimos unos al lado de los otros por casualidad. Todos estamos en idéntico camino como hermanos y hermanas. Todos estamos embarcados en la apasionante aventura de vivir y asegurar la vida de los demás. ¡Qué bien lo estamos aprendiendo cada día! Defiende la vida desde quien es la Vida y descubrirás que no somos un mero agregado de seres humanos. Nuestro fundamento trascendente, el que nos da Dios, nos ayuda a experimentar con gozo que ¡somos comunidad de hermanos!