Un teletrabajador con seis hijos: «No estamos de vacaciones, esto es una prueba» - Alfa y Omega

Un teletrabajador con seis hijos: «No estamos de vacaciones, esto es una prueba»

Durante estos días de confinamiento por coronavirus estamos viviendo en casa mi mujer y yo el mayor desafío de nuestra vida juntos. Con seis niños menores de 10 años, dos de ellos bebés, el más pequeño de apenas 2 meses, la vida diaria se hace muy cuesta arriba. Y si además tienes que teletrabajar, como es mi caso, la cosa se complica, pero con Dios no hay nada imposible

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Foto: Familia Vázquez Quilez

Me piden un testimonio personal sobre cómo es teletrabajar desde casa en pleno confinamiento por el coronavirus. En mi caso está siendo bastante complicado. Nuestros hijos tienen 9, 8, 6, 4 y 2 años, y tenemos otro bebé de dos meses. Si ya es difícil mantener la estabilidad y el buen ambiente simplemente estando encerrados en casa, el teletrabajo lo hace más duro.

Los horarios que nos hemos marcado contemplan que los niños estudien por la mañana, y así yo puedo teletrabajar –mi mujer, afortunadamente, está de permiso de maternidad; si no, habría sido imposible que pudiéramos manejar los dos un solo ordenador–. Sin embargo, una cosa es el horario que puedas poner en la nevera de casa, y otra cosa es que se cumpla.

El horario marca levantarse, desayunar, hacerse la cama y vestirse, y luego los mayores se ponen a estudiar. Mientras, yo aprovecho para meterme en el ordenador a trabajar lo que puedo y Mariví compagina la atención a los deberes con tareas de la casa. En esas horas de estudio, los que tienen deberes –los tres mayores– necesitan que estés pendiente de sus tareas, con lo que es habitual que vengan a preguntar alguna duda.

Estando en el ordenador no pasan diez minutos sin que venga algún niño a preguntarme algo o a quejarse por algo o a demandar algo de la atención de su padre. Yo intento neutralizar la situación haciendo que trabajen conmigo en la mesa del salón, cada uno con su tarea o los más pequeños haciendo sus garabatos. Así, cada día escribo mis artículos mientras escucho a Martín leer el cuento de los tres cerditos, o paro un momento para dibujarle a Íñigo una pistola láser, o me pongo encima de las rodillas a Santiago, de 2 años, que viene llorando reclamando la atención de su padre.

Es raro que pase más de media hora sentado ante el ordenador o enfocado en un texto, porque siempre hay algo que hacer en casa, algún pañal que cambiar, o un biberón que dar, o bien otras cosas tan importantes como las cosquillas que me ha pedido esta mañana que le hiciera uno de mis hijos, aburrido ya de la situación. ¡Cómo me voy a negar!

Es un milagro, pero de momento nos estamos organizando así y las cosas están saliendo. Nos hemos convertido en unos homeschoolers improvisados estos días, y nuestra principal preocupación es combinar la disciplina con el cariño y la flexibilidad. En lo que respecta a mi trabajo, tengo claro que esta situación exige renuncia: debo renunciar al nivel laboral que tenía antes, y debo renunciar a la perfección. No se trabaja igual en casa confinado con seis hijos que en la redacción.

Hay alguna situación cómica, como cuando el otro día estaba escribiendo sobre la Unidad Militar de Emergencias mientras uno de mis hijos me decía algo desde otra habitación. En lugar de responderle: «¡Vale!», le grité: ¡«UMEEEEEEEE!». El que hace todo lo que puede no está obligado a más.

Son días duros pero también bonitos en los que no paramos de pedirle a Dios paciencia para sobrellevar esta situación. Nosotros tenemos la suerte de tener un patio detrás en el que, cuando la situación en casa está on fire, podemos sacar a los niños para que se puedan desahogar y hacer alguna actividad física. Me imagino lo duro que tiene que ser estar encerrados en un piso en medio de Madrid con varios niños…

Durante estos días estoy descubriendo en mi mujer a una auténtica heroína, por su paciencia y su cariño con los niños, por lo atenta que está a todas las tareas de la casa, por cómo lo borda al hacer la comida, por ejemplo. Mientras yo hago lo que puedo delante del ordenador, ella está atenta a los deberes de los niños que le mandan a su móvil, atiende a los más pequeños, da el pecho y el biberón, y no sé cuántas cosas más que pasarían desapercibidas a los ojos de cualquiera.

Me acuerdo a menudo estos días de la frase de Pío XII en su encíclica Mystici Corporis Christi, sobre la vida de la Iglesia: «Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, singularmente los padres y madres de familia». De esto, hay multitud de familias estos días que tienen bastante que ofrecer, y eso Dios no lo desperdicia. Lo siembra, y en terreno bueno.

En el plano profesional tengo la suerte de haber podido hablar con capellanes, sacerdotes y profesionales sanitarios estos días. Es admirable lo que están haciendo y es increíble ver cómo el Señor se está derramando en esta situación. A mí me gustaría también estar en primera línea, salir a la calle y hacer lo que pueda por los demás. La vida familiar tan intensa que llevamos a veces limita mi deseo de hacer voluntariado y trabajar por los más pobres, pero también pienso que criar a estos seis hijos de Dios es renovar la faz de la tierra. Están en Sus manos.

Foto: Familia Vázquez Quilez

No estamos de vacaciones, estamos en una prueba

Son días también de mucha oración en casa porque estamos comprobando que sin Dios es imposible vivir esto. Al igual que tenemos un horario para hacer los deberes, tenemos nuestras citas diarias con la oración.

Por la mañana rezamos juntos mi mujer y yo un rato, para encarar bien el día, no con nuestras fuerzas y haciendo nuestros planes, sino con los Suyos; y por la tarde nuestra cita ineludible –para nosotros y también para nuestros hijos– es el rosario y la adoración online con nuestra parroquia, a la que nos estamos sintiendo muy unidos gracias a Internet. Montamos un pequeño altarcito en la mesa del salón, con una imagen de la Virgen, otra de Jesús, una paloma de Playmóvil para tener presente al Espíritu Santo, y una reliquia con ropa ensangrentada de los mártires claretianos de Barbastro, porque ellos sí supieron lo que es el confinamiento y son un modelo de fe y de esperanza para nosotros.

Lo del rosario en familia juntos es inexcusable porque queremos que estos días nuestros hijos los recuerden con el mismo sentido que le estamos dando mi mujer y yo. No estamos de vacaciones. Estamos en una prueba, y queremos que nuestros hijos vean que en la prueba hay que agarrarse mucho al Señor. Por eso estos días intentamos escapar tanto de los memes como del alarmismo de estar todo el día mirando las noticias sobre el coronavirus. Como dice el Evangelio, «las preocupaciones de la vida embotan el corazón», lo secan, y pierdes la perspectiva sobrenatural de todo esto.

Después del rosario se queda un rato fija en la pantalla el Santísimo en el altar de la parroquia, y ahí hacemos alguna oración espontánea. Aunque soy de lágrima fácil en la intimidad con mi mujer, estos días mis hijos me han dicho que nunca me habían visto llorar delante de ellos. Les he explicado que lloro de alegría por estar con Jesús y tenerle tan cerca, que se me saltan las lágrimas por el regalo que me ha hecho con mi historia, con la fe, con mi mujer y con mis hijos. Es la mayor ventaja que le veo a esta situación: darme cuenta de lo que tengo, de lo que Dios me regala todos los días.

Un sacerdote amigo mío me ha dicho que estamos viviendo un largo Sábado Santo que culminará en una Pascua brutal. Y otro me ha dicho que cuando todo esto pase, Dios se va a poner las botas a conversiones. Ojalá sea así y Dios me permita contarlo con mi trabajo –pero, por favor, desde la redacción y con los niños ya en el cole–.

En espera de esa Pascua, mi mujer y yo seguimos unidos como columna de esta Iglesia doméstica en la que el deseo de Dios se hace presente en una canción inspirada en el Cantar de los cantares que no paramos de escuchar estos días, y que habla del deseo del alma hacia Dios, y de Dios hacia nosotros, porque un día «el invierno pasará, y la lluvia ya se irá, y podremos estar junto al Amado».