Motivos para la esperanza - Alfa y Omega

Voy a urgencias, donde acaba de llegar Isabel. Cuando me voy acercando, noto como cierra los ojos y aparenta estar dormida. Respeto su silencio, e incluso que la figura del sacerdote le resulte incómoda. Está acompañada por su madre, que me da las buenas tardes al pasar. Entre lágrimas acaba contándome que su hija se ha tomado un montón de pastillas. Por fin ella abre los ojos, con cara de pocos amigos.

—Buenas tardes, Isabel. ¿Qué tal estás?

De momento, el silencio es su respuesta.

—Veo que no te caemos bien los curas.

Ahora sí, habla por primera vez y dice: «No, simplemente yo no creo en nada de lo tuyo».

Su madre interviene en este diálogo contando que lleva más de 20 años en la cama, que a los 19 empezó con la enfermedad y que entonces estaba muy ligada a su parroquia, pero que ahora estaba muy enfadada con Dios.

Isabel me mira y me dice: «Yo no estoy enfadada con Dios, simplemente no creo ni en Él ni en nada que tenga que ver con Él». Gira su cara y con su gesto me invita a que la deje en paz.

—Isabel, si yo creyera en un dios capaz de hacerme lo que tú piensas que te ha hecho a ti, no te digo que no creería en él, sino que lo habría mandado bien lejos. Si creyera en un dios tan cruel sería como tú, ateo, o más aún, su enemigo público número uno.

Ahora sí, abre los ojos de nuevo y me habla de lo que de verdad se esconde detrás de su increencia, de lo que anda buscando y no encuentra: el sentido de su vida. Es demasiado duro tener que depender para todo de los que te rodean. «Estoy cansada de recibir sus atenciones y sus cuidados». Dirige la mirada hacia su madre, que la escucha en silencio. «Ya son más de 20 años siendo una carga para ella».

Su madre se agacha y besa su frente. Hablamos durante media hora. La cara de Isabel se va relajando y deja salir alguna pequeña sonrisa; bromea con su madre y me dice cuando me despido: «Gracias por este rato, pero sigo siendo atea». Yo le sonrío y le digo: «Pero un poquito más feliz».