Las víctimas también necesitan el abrazo de la Iglesia - Alfa y Omega

El camino de la Cuaresma es empedrado. Y no por sus privaciones, sino porque en el tránsito hacia la Resurrección, a través de un desierto de soledades, descubrimos el peso de la traición, el sufrimiento, la frustración y la renuncia. Pienso en el camino de nuestra primera víctima, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, y, ¡cómo no!, de su mano, pienso de manera preferencial en el camino cuaresmal de las víctimas de abusos sexuales en el seno de nuestra Iglesia. Lo hago a la luz de las candelas que la Iglesia católica en Irlanda enciende cada año, el primer viernes de Cuaresma, por la expiación de sus pecados contra niños, jóvenes y adultos.

El arrepentimiento es elemento central de la espiritualidad cuaresmal. Significa reconocer el mal cometido y el daño infligido. Mira al pasado, al pecado cometido, y apunta, a través de la reparación, al futuro. Es doloroso transitar por el reconocimiento del pecado, su asunción y humillación. Reparar es arduo, costoso y sangrante. Y, sin embargo, ¡mirad cuánta belleza en este texto Isaías!: «Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, […] te llamarán reparador de brechas, restaurador de senderos» (Is 58,9b-14). Si no transitamos estos lugares, las víctimas vivirán eternamente en el lugar de los condenados y nosotros jamás alcanzaremos las bendiciones que Dios nos ha prometido. Jesús no se resucitó a sí mismo. Sus verdugos se lo reprocharon. Necesitó el amor desmedido del Padre. Tampoco las víctimas pueden descender solas del madero en el que han sido crucificadas. ¡No se lo reprochemos! Como Jesús necesitó el abrazo del Padre para pasar de la cruz a la Resurrección, las víctimas también necesitan el abrazo de su Iglesia. De ese abrazo arrepentido depende su Pascua, y también la nuestra.