El agua que salta hasta la vida eterna - Alfa y Omega

El agua que salta hasta la vida eterna

III Domingo de Cuaresma

Daniel A. Escobar Portillo
‘Jesús con la samaritana’. Parroquia de Santa María Madre de Dios, Tres Cantos. Foto: Ernesto Agudo

Después de los dos primeros domingos de Cuaresma, en los que hemos escuchado los relatos de las tentaciones del Señor en el desierto y la transfiguración del Señor, los pasajes evangélicos de los domingos III-V de este tiempo adquieren un carácter preferentemente bautismal que, junto con la penitencia, conforman las notas principales de este periodo litúrgico. Jesucristo como agua, luz y vida va a ser presentado progresivamente en estos tres domingos a través de los pasajes de la Samaritana (III Domingo), el ciego de nacimiento (IV Domingo) y la resurrección de Lázaro (V Domingo). Se tocan tres temas unidos estrechamente con la celebración del sacramento del Bautismo, que nos harán caer en la cuenta de que quienes hemos recibido este sacramento, hemos sido unidos estrechamente a Jesucristo como agua, luz y vida. Por lo tanto, los textos bíblicos que estos días son proclamados nos van a permitir profundizar en el significado salvífico de estos tres encuentros que aparecen en el Evangelio de san Juan.

El Señor sacia nuestra sed

Llama la atención cómo incluso las condiciones climatológicas del lugar en el que el Señor se manifiesta en la historia van a ser aprovechadas para que Dios se revele a los hombres como salvador. Al comienzo del Evangelio de este domingo aparece Jesús, cansado del camino y con sed. Al final va a mostrarnos que, en realidad, la sed de Jesús va a ser una sed de nuestra fe en él. No es la primera vez que la sed aparece como eje narrativo en la Biblia. Conforme escuchamos en la primera lectura, del libro del Éxodo, el pueblo sediento murmuró contra Moisés, acusándolo de estar matándolos de sed. Para solventar esta incomodidad, el Señor manda a Moisés golpear la roca, de la que saldrá agua para que beba el pueblo. Precisamente este paso bíblico va a constituir una premonición del texto evangélico, puesto que Jesús, el nuevo Moisés va a ofrecer a la samaritana, en la que vamos a estar representados todos los creyentes de la historia, un agua viva que va a conseguir saciar algo mucho más profundo que la sed física. Esto es lo que implica la afirmación del Señor: «el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed». El episodio, que sin duda recuerda al momento en el que todos quedaron saciados tras la multiplicación de los panes, pone de nuevo ante nosotros que el don de Dios supera no solo nuestras expectativas de modo cuantitativo, sino también cualitativamente, es decir, se trata de un don de otro orden, eterno. Cuando durante siglos se preparaba a los catecúmenos que iban a recibir el Bautismo en la Vigilia Pascual con un texto como este, el todavía no cristiano era capaz de colocarse en el lugar de la samaritana para entender que ese mismo encuentro entre Jesús y la samaritana era el que ahora iba a tener lugar a través de su propio bautismo; y que esa agua iba a significar al mismo Señor, cuyo Espíritu Santo iba a ser derramado sobre él.

Un itinerario de fe

El gesto sacramental va unido también a un itinerario de fe. Así, en el pasaje evangélico descubrimos que este camino del cristiano encuentra su paradigma en el proceso interior vivido por la samaritana. De reconocer a Jesús como a un simple judío, se pasa a considerarlo «más que nuestro padre Jacob», para, más adelante, reconocerlo como profeta y, finalmente, confesarlo como el Salvador del mundo, a quien el catecúmeno se va a ir progresivamente adhiriendo. Por eso tiene pleno sentido que, junto al derramamiento del agua bautismal, vaya asociada la profesión de la fe. A quienes hemos sido ya bautizados nos conviene leer este pasaje en clave mistagógica, es decir, a posteriori, contemplando lo que significa haber sido incorporados a Cristo y reconocer en Él y dar las gracias a quien es capaz de saciar nuestra sed, no de cosas materiales, sino de lo que verdaderamente anhela nuestro corazón.

Evangelio / Juan 4, 5-15, 19-26, 39 a, 40-42

En aquel tiempo, llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén». Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad». La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, Él nos lo dirá todo». Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo».

En aquel pueblo muchos creyeron en Él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador del mundo».