El miedo a la eternidad - Alfa y Omega

No ha hecho falta esperar a la constitución del nuevo Gobierno nacional para que el ambiente se atestara de nuevas protestas y recriminaciones por los presuntos privilegios de los que disfruta la Iglesia católica. La ofensiva laicista no puede sorprender, acostumbrados como estamos a que la disolución de otros referentes ideológicos de la izquierda haya sido compensada con estos ejercicios de rebeldía postiza e intolerancia hueca. Sin embargo, lo que ha de preocuparnos especialmente es que esta agitación consista en algo más que el simple desempolve de viejos usos anticatólicos de la izquierda española. Que no nos engañen: lo que verdaderamente determina el ardor en la denuncia y la fuerza del resentimiento es su estrecha relación con las penosas condiciones culturales de nuestro tiempo.

Afrontar tan grave encrucijada supone distinguir el grano de la paja y, desde luego, ver cómo lo episódico se expresa siempre como crítica de conductas reprobables, de ambiciones mundanas y de quiebras lamentables de nuestras normas morales. El listado es todo lo extenso que cualquier lector habrá intuido ya. Ahora mismo, la financiación de la enseñanza religiosa. Con frecuencia, la queja por la manifestación del punto de vista de la Iglesia en asuntos de actualidad, considerando que esta obligación pastoral es una intolerable injerencia en la vida de los ciudadanos. De vez en cuando, soliviantando a la opinión pública con referencias al patrimonio eclesiástico. Con reiterado enojo, señalando los desgraciados casos de conductas pecaminosas de quienes deberían ser ejemplo en su labor sacerdotal. Con sorprendente descaro, opinando sobre asuntos internos como el celibato, la ordenación de mujeres, o la preferencia por este o aquel Pontífice, como si todo ello no pudiera recibir la justa reprimenda de ser verdaderas injerencias en materias que poco habrían de preocupar a quienes consideran que la Iglesia es, toda ella, ahora y siempre, el refugio de una superstición embaucadora.

Es preciso defender los derechos de la Iglesia católica frente a quienes desearían empobrecerla dificultando incluso su labor caritativa, frente a quienes cancelarían su libertad en el ámbito de la educación, o frente a quienes la silenciarían tratando de evitar que su palabra orientara a los españoles. Pero sería un grave error dejar las cosas en este punto. Porque lo esencial, y bien lo saben quienes ejercen con tal crudeza sus acusaciones, afecta directamente a lo que constituye el espacio auténtico de nuestra libertad: la fe en Jesús y su promesa de eternidad. Lo que debe hacerse es salir al paso del inmenso peligro de desesperación que amenaza al hombre, de la profunda pérdida de identidad que está afligiéndole, y devolver al mundo el vigor del Evangelio. Porque lo que hay detrás de muchas de estas acusaciones no es una sana voluntad de reformar conductas impropias, sino la intención aviesa de destruir la esencia del cristianismo: la promesa de redención sobre la que la Iglesia se ha constituido. No se desea solo quebrantar la influencia de la institución, sino también, y sobre todo, herir de muerte la actualidad de la revelación.

La esperanza de salvación

El siglo XX fue el siglo del miedo, según Camus. El miedo al totalitarismo y a la lógica política del crimen de masas. El siglo XXI puede ser calificado del siglo del miedo también: pero del miedo a la eternidad. El ateísmo no devuelve al hombre la soberanía personal, la posesión de su destino, la plenitud de su libertad, sino que le priva de una justificación universal y trascendente de su vida. Porque la vida humana deja de tener sentido auténtico para disponer solo de compensaciones. La vida humana deja de tener significado para tener a mano una narrativa. Deberían avergonzarse quienes propician esa estrategia de apartar la mirada del hombre del mensaje de Jesús. ¿Ignoran acaso el grado de orfandad, la sensación de pérdida, el peso del vacío que nos atormentará si desaparece esa voz en nuestra conciencia? ¿No saben que ha sido la palabra de Jesús la que ha estado presente en todas y cada una de las mejores obras y actitudes de nuestra cultura, especialmente cuando había que defender la dignidad del hombre frente a la miseria, la tiranía o el sufrimiento?

El peor desorden que trajo la modernidad fue confundir el desencantamiento del mundo con la voluntad de acabar con lo sagrado. A la vista de las víctimas de las grandes catástrofes totalitarias del siglo XX y de las que acababan de morir a manos del fundamentalismo islámico en el atentado del 11 de septiembre, el filósofo Habermas criticó los excesos a los que había llevado la secularización, denunciando el vacío dejado en el corazón del hombre por la ausencia de una idea de eternidad, de sentido último de la existencia.

Difícilmente podremos ayudar al hombre si le negamos el milagro de su propia creación. Y, en esta época de hostigamiento, lo que la Iglesia debe ofrecer a un mundo desmoralizado es la esperanza de salvación. Solo esta hace que nuestra vida sea completa, no destinada a truncarse y a vivir en el espanto de su segura aniquilación. Esa es la ardua tarea de los creyentes en un siglo portador de su propia angustia, en un tiempo que está a punto de perder su raíz en la eternidad.