La visión de la gloria de Dios - Alfa y Omega

La visión de la gloria de Dios

II Domingo de Cuaresma

Daniel A. Escobar Portillo
‘La Transfiguración del Señor’. Escena realizada en cerámica por Palmira Laguéns, con dibujos de José Alzuet. Foto: Santuario de Torreciudad

Junto con el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto, la transfiguración conforma un pasaje que todos los años se escucha al principio de la Cuaresma. De algún modo, la liturgia nos presenta tanto un preludio de la lucha definitiva contra el mal, que celebraremos días después en la Pasión del Señor, como la victoria y el resplandor definitivo de Cristo tras su gloriosa Resurrección. Si el domingo pasado el escenario era el desierto, un espacio de silencio, de prueba, pero también de escuchar la voz de Dios, hoy nos trasladamos a un monte alto, lugar que tradicionalmente ha hecho referencia a la morada de Dios, a la oración y a las especiales manifestaciones y revelaciones divinas. De hecho, durante varios domingos hemos leído páginas del célebre sermón de la montaña, en el que Jesús, sentado, enseña a sus discípulos. El motivo de la ubicación del Señor en un lugar elevado no es simplemente una mejor visión o audición de su persona y sus palabras. Dios habita en lo alto y desde allí puede ser conocido. Junto al Sinaí, el ejemplo característico de lugar elevado, morada de Dios, es el monte Sion, desde donde reina el Señor y hacia el cual peregrinan todos los pueblos de la tierra.

«Su rostro resplandecía como el sol»

No cabe duda de que el Señor, en efecto, ha querido revelarse a sus discípulos más íntimos de un modo particular. La aparición en la escena de Moisés y Elías lo corrobora. En primer lugar, estamos ante dos personajes que engloban la ley y los profetas, es decir, el conjunto del Antiguo Testamento. Jesús ahora va a dar plenitud a las promesas mesiánicas anunciadas desde tiempo inmemorial. En segundo lugar, los dos pudieron tener certeza de la presencia de Dios, aunque de un modo más tenue a la claridad con la que Jesús se manifiesta ahora. Ahora ya no se ve a Dios de espaldas o en una suave brisa. San Mateo se refiere al episodio de la transfiguración comparando el rostro del Señor con el brillo del sol. También habla de sus vestidos «blancos como la luz». Se establece, pues, el paralelismo entre Jesús y lo más brillante que puede existir sobre la tierra. En esta línea, el libro del Apocalipsis mencionará varias veces las vestiduras blancas, y también la liturgia retoma esta imagen para el sacramento del bautismo: el vestido blanco, junto con la luz reflejan no solo una llamada a una vida sin pecado en la que seamos luz para los demás, sino que somos vestidos y brillamos con una fuerza que procede de la gloria de Jesucristo resucitado.

La escucha de la voz del Señor

La llamada a escuchar la voz del Señor es un tema central de la Cuaresma. Como nos ha recordado recientemente el Papa, el desierto es el lugar del silencio, donde se acallan otras voces para ser capaces de escuchar con mayor nitidez la Palabra de Dios, y así conocer cuál es su voluntad. Sin duda, esta revelación, que confirma la misión de Jesucristo como ungido, a través de una frase similar a la de su Bautismo, manifiesta una misión dirigida esta vez a sus discípulos: «escuchadlo», donde se confirma que Jesús es la revelación perfecta de la voluntad de Dios. Frente a la tentación de quedarse en ese lugar y de hacerse falsas ilusiones sobre lo que acaban de ver, Jesús pide a los discípulos no contar a nadie la visión que han tenido. Del mismo modo que tras la Resurrección del Señor este episodio ha sido comprendido como un anuncio de la gloria definitiva del Señor, antes de su muerte no hubiera sido fácilmente comprensible lo ocurrido, como muestra la narración del Evangelio. En definitiva, este pasaje nos pone ante la gloria de Dios, pero al mismo tiempo nos advierte con todo realismo que no existe ningún atajo para participar de ese triunfo que no sea pasando por la obediencia a su Palabra y por la participación en su misma muerte.

Evangelio / Mateo 17, 1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».

Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».