Los últimos versos del poeta - Alfa y Omega

Los últimos versos del poeta

Javier Alonso Sandoica

Me gusta detenerme en las últimas obras de los artistas, porque cuando ya han quedado atrás las vanidades de la vida, y el corifeo de aduladores sólo permanece como un vano recuerdo, entonces el artista anda a solas con su talento. Le queda Dios y le queda su conciencia, y empieza a barruntar novedades sobre las que el lector debe prestar atención. Zbigniew Herbert nació en Lvov, el territorio que ha mutado más veces de nación de cuantos conozcamos en Europa. Fue polaco, formó parte del imperio austrohúngaro, fue devuelto a Polonia, luego Stalin lo fagocitó y ahora es una de las ciudades más bellas de Ucrania. De Herbert tenemos mucho traducido al español, y en estos días es una suerte que nos llegue su poesía completa. Me voy hasta los versos de 1998, año en que el artista abandona este mundo. Allí hay un breve poemario que titula Breviario, y divide en cuatro poemas. Todos ellos son una oración: «Señor, bendito seas por haberme dado botones discretos, alfileres, tirantes, gafas, chorros de tinta…». Herbert se vuelve tan preciso como inocente. Siempre fue el maestro de lo menudo, pero es ahora, a punto de cerrar el libro de su vida, cuando lo menudo se hace aún más prioritario y se recuenta, porque el que ama acostumbra a hacer inventario de lo pequeño. «Señor, dótame de talento para componer frases largas cuya línea sea la línea de una respiración extendida como los puentes…». Pero insisto en que ya no es la búsqueda de la gloria personal lo que impulsa al maestro a pedir pericia, sino la expresión de una ofrenda, con frases «…tan extensas que en cada una de ellas pueda encontrarse el reflejo especular de una catedral, de un gran oratorio, de un tríptico».

Dejo aquí el final de Breviario IV, casi lo penúltimo que Herbert escribiera (respeto la ausencia de puntuación del autor): «Por qué mi vida no fue como círculos en el agua un comenzar que va creciendo tras haber sido despertado desde una hondura infinita y que se va deshaciendo en anillos niveles pliegues hasta expirar tranquila en tu insondable regazo». Tiene razón Joseph Brodsky cuando afirma que, en Rusia, a la prosa que llegó en el XIX, se le adelantó la poesía de Pushkin. Así pasa también en la vida de un cristiano. Siempre le debemos a una experiencia asombrosa, poética, primera, vivir ese mar en prosa de lo cotidiano. El último Herbert elige ponerse de rodillas cuando sabe que escribe ya para un solo lector.