Sin la verdad del matrimonio, la sociedad se desintegraría - Alfa y Omega

Sin la verdad del matrimonio, la sociedad se desintegraría

«Sólo la familia concebida y vivida en la plenitud de su verdad, como la enseña el lenguaje inequívoco e indestructible de la naturaleza humana, despeja el horizonte de la esperanza para el hombre y la sociedad de nuestro tiempo»: lo dijo el cardenal arzobispo de Madrid en su homilía en la Misa de la fiesta de la Sagrada Familia, celebrada en la madrileña Plaza de Colón. He aquí el texto íntegro:

Antonio María Rouco Varela

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor, queridas familias: la fiesta de la Sagrada Familia nos reúne, de nuevo, en este año que concluye, el 2012, crítico y doloroso por tantos motivos, para dar gracias a Dios por nuestras familias enraizadas en la fe en Jesucristo, el Redentor del hombre, y pedirle por el bien de la familia cristiana, verdadera esperanza para hoy. ¿La única sólida esperanza? Si contemplamos la realidad social y cultural que la envuelve y lo fugaces e inoperantes que son las alternativas que se proponen para salir de la crisis de verdadera y honda humanidad que la caracteriza, no cabe duda alguna: sólo la familia concebida y vivida en la plenitud de su verdad, como la enseña el lenguaje inequívoco e indestructible de la naturaleza humana, despeja el horizonte de la esperanza para el hombre y la sociedad de nuestro tiempo. ¿Pero cuál es y cómo se conoce la plenitud de esa verdad, y cuáles son las vías para comprenderla y realizarla venciendo los obstáculos económicos, sociales, culturales, jurídicos y políticos tan formidables que se interponen en su camino? La respuesta es muy sencilla: cuando se la busca con humilde sinceridad en la escucha de la Palabra de Dios y en la vivencia fervorosa de la celebración del sacramento de la Eucaristía, especialmente en el día en que la Iglesia trae a la memoria, renovada y actual, de sus hijos el misterio de la Sagrada Familia de Nazaret, en cuyo seno nació, se educó y se cobijó el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. En ella se abrió e inició la verdadera y definitiva historia de la salvación del mundo. Una historia que ninguna crisis, aunque suponga e incluya los mayores y más horrendos pecados del hombre, podrá jamás interrumpir y, menos, anular.

– Por eso, en esta nueva solemnidad de la singular Familia surgida de una intervención de Dios Padre, sobrenaturalmente única, en un determinado momento del curso histórico de la Humanidad elegido y predestinado por Él, hemos invitado a las familias cristianas a encontrarse en los atrios del Señor con no menor anhelo y gozo que sentía el salmista al consumirse su alma y retozar su corazón y su carne cuando estaba en el Templo de la Antigua Alianza, anticipo de la Morada de Dios con los hombres, realizada ahora sacramentalmente en su Iglesia extendida por todos los rincones de la tierra. Sí, precisamente por esta razón tan divina y tan humana, los hermanos señores cardenales, arzobispos y obispos, venidos de toda España y de otras diócesis europeas, y, no en último lugar, el Prefecto del Consejo Pontificio para la Familia, los sacerdotes concelebrantes, los diáconos, los seminaristas y los numerosos fieles consagrados y laicos, unidos por los vínculos de la familia cristiana, nos reunimos esta radiante mañana del Domingo de la Sagrada Familia en la madrileña Plaza de Colón, evocadora de tantos memorables encuentros eclesiales, formando la gran familia de los hijos de Dios, para profesar ante el mundo, a la luz de la Palabra divina y actualizando eucarísticamente el Misterio de nuestra Redención, la fe en la verdad de la familia cristiana reflejada, posibilitada y fundada de modo pleno y definitivo en la Sagrada Familia de Nazaret: en la familia de Jesús, José y María.

– Es bueno recordar esta verdad atendiendo a las enseñanzas luminosas del Concilio Vaticano II en este Año de la fe convocado por nuestro Santo Padre Benedicto XVI, en el cincuenta aniversario de su solemne apertura, el 11 de octubre del año 1962. Ya entonces, en la delicada coyuntura histórica de tener que consolidar, sobre fiables y firmes fundamentos éticos y espirituales, un orden jurídico internacional nuevo para una Humanidad sumida, hacía apenas dos décadas, en una trágica contienda mundial, se hacía urgente actualizar la doctrina de la fe sobre la verdad eterna del matrimonio y de la familia. ¡Hoy, quizá, mucho más! El Concilio define el matrimonio (podríamos decir), como «la íntima comunidad de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias (que) se establece con la alianza…, es decir, con un consentimiento personal irrevocable… Por su propio carácter natural, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, y con ellas son coronados como su culminación… Cristo, el Señor, ha bendecido abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y construido a semejanza de su unión con la Iglesia… Así, el hombre y la mujer, por la alianza conyugal, ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19, 6)» (GS, 48).

Está en juego el hombre

Queridas familias: esta verdad del matrimonio cristiano es la verdad de vuestras vidas. Es la verdad del fundamento de toda sociedad que quiere y trata de edificarse de modo justo, solidario, profundamente humano y fecundo. ¡Es su futuro! Ignorarla y, más aún, despreciarla es poner en juego su misma viabilidad histórica. Sin la verdad del matrimonio, el organismo vivo, que es la sociedad, se desintegraría. Se pondría en peligro el hombre mismo. «Con el rechazo de estos lazos (los de la familia vivida en su verdad plena), desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana», recordaba el Papa Benedicto XVI en su discurso a la Curia romana con motivo de las felicitaciones de la Navidad, el pasado 21 de diciembre. Decae, además, la dimensión de la fraternidad, igualmente vital para la digna configuración de de la sociedad.

– Pero, aún más, la familia cristiana es la célula primera del organismo sobrenatural que es la Iglesia. Lo fue en esa primera y fundamental Familia de Jesús, María y José, que está en la base, no sólo de la historia cronológica de la Iglesia, sino en su misma entraña teológica como la gran familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. La Iglesia engendra, cría y educa a sus hijos por la Palabra de la fe y por el Bautismo, con el concurso inestimable e imprescindible de la familia creyente. Como ocurrió con Jesús en la Sagrada Familia de Nazaret. Después de haberse quedado en el templo, ocupado con las cosas de su Padre, sabiendo y consciente de que su edad se lo permitía, bajó con sus padres María y José a Nazaret –angustiados por la aparente desaparición del hijo– «y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 51-52).

El lugar primero para la transmisión de la fe

Así es necesario que ocurra siempre. La familia cristiana es el lugar primero –e insustituible, en principio– para que los hijos nazcan y crezcan en la fe en Jesucristo, el Salvador del hombre. La comunidad familiar, nacida de la carne y de la sangre, santificada por la gracia del Sacramento, fundada, experimentada y vivida como fruto de la donación incondicional del amor en Cristo, es el marco fundamental para que nazca, madure y se forme el hombre, ¡la persona humana!, en toda su dignidad de hijo de Dios. En esa comunidad de vida y de amor, que es la familia cristiana, es donde los niños y los jóvenes pueden aprender en vivo ese «amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios»: para saber que «lo somos», como nos lo recuerda san Juan en su Primera Carta (3, 1). No importa que el mundo no nos conozca, incluso, que nos rechace.

En el fondo de esas posturas negadoras de la verdad de la familia cristiana está operante el hecho social de no querer conocerle a Él. Consecuentemente, al no aceptar el mandamiento de Dios de que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, la sociedad actual, en muchos de los sectores más influyentes que la componen, no comprenderá su significado implícito de «que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 24). Con lo cual, se ciegan las vías para una auténtica y duradera renovación social. Profesar la fe en la verdad de la familia cristiana –¡la verdad de Dios que vosotros, queridas familias cristianas, queréis hacer realidad fiel en vuestras vidas, siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret!–, no sólo es vital para vuestro futuro y el de vuestros hijos, sino también para el futuro de la sociedad y de la Iglesia; más aún, para el futuro de la Humanidad. No hay duda: ¡vosotros sois la esperanza para hoy!

– ¡Sed fuertes! Sed valientes en la fidelidad y en la renovación constante de vuestro amor –¡amor fecundo!– como esposos y padres de familia. Seamos fuertes y valientes todos con vosotros en la comunión de la Iglesia: los pastores –obispos y presbíteros–, los consagrados y todos los fieles laicos. Sería una gravísima responsabilidad pastoral y apostólica dejaros solos en esta situación tan dramática, producida por una crisis que os afecta muy directamente en lo económico; pero, sobre todo, en el reconocimiento social, cultural y jurídico que se os debe. Una crisis moral y espiritual que surge y se plantea en sus orígenes como una crisis de fe con pocos precedentes en la historia de Europa y de España. En esta hora histórica, el apoyo de toda la Iglesia, encabezada, guiada y alentada por nuestro Santo Padre Benedicto XVI, es una de las primeras exigencias pastorales del Año de la fe.

¿Es que alguien puede ser tan cómodo o tan iluso que se permita hablar de nueva evangelización o de Misión –en Madrid, España, Europa, o en el mundo– sin el compromiso fuerte y valiente de las familias cristianas con la transmisión de la fe en Cristo, en el Dios que es Amor, a las nuevas generaciones? Hemos oído el bellísimo mensaje del Santo Padre antes de iniciar la Santa Misa. Nos ha evocado sus enseñanzas en el V Encuentro Mundial de las Familias, que tuvo lugar en Valencia los días 8 y 9 de julio del 2006, con el lema: La trasmisión de la fe en la familia. Decía el Papa: «Este encuentro da nuevo aliento para seguir anunciando el Evangelio de la familia, reafirmar su vigencia e identidad basada en el matrimonio abierto al don generoso de la vida, y donde se acompaña a los hijos en su crecimiento corporal y espiritual.

El amor que vence

De este modo, se contrarresta un hedonismo muy difundido, que banaliza las relaciones humanas y las vacía de su genuino valor y belleza» (Discurso en el Encuentro Festivo y Testimonial, 8 de julio de 2006). Se podría añadir: que las priva de la luz de la fe: la única que permite clarificarlas, dignificarlas y convertirlas en cauce de auténtico amor.

– Amor que una a los hombres como hijos de Dios en la familia, en la sociedad y, por supuesto, en la Iglesia. El amor que hará posible terminar con esas dramáticas situaciones que se derivan de la extrema facilidad con que se llega al divorcio, se rompen las familias y se somete a sus miembros más débiles, a los niños, a una dolorosísima tensión interior que tantas veces los destruye por dentro y por fuera. El amor dispuesto al socorro y a la ayuda sacrificada y generosa de las familias entre sí y entre sus miembros en las circunstancias tan frecuentes y dolorosas del paro, de las dificultades económicas, morales y espirituales. Un amor que, perseverantemente vivido al calor y con la fuerza de la fe cristiana, hará posible terminar con la estremecedora tragedia del aborto practicado masivamente desde los años setenta del pasado siglo en la práctica totalidad de los países europeos, incluida España, al amparo de una legislación, primero despenalizadora del mismo y, luego, legitimadora. ¿Hay esperanza para afrontar victoriosamente estos tremendos desafíos planteados al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo?

– ¡Sí! En la familia cristiana que persevera en la oración dentro del hogar, unida a la plegaria litúrgica de la Iglesia; que sabe confiarse al amor de María, la Madre de Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, desposada con José, Madre de la Iglesia y Madre nuestra: ¡amor siempre dispuesto a acoger y a escuchar las súplicas de los hijos! Acogidos a ese amor maternal de la Virgen Santísima, invocada en Madrid como Virgen de la Almudena y en España bajo riquísimas y populares advocaciones, las familias cristianas serán y son la esperanza para hoy. Amén.