La primera necesidad - Alfa y Omega

La primera necesidad

Alfa y Omega

«El Niño Jesús, que crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, en la intimidad del hogar de Nazaret, aprendió también en él, de alguna manera, el modo humano de vivir. Esto nos lleva a pensar en la dimensión educativa imprescindible de la familia, donde se aprende a convivir, se transmite la fe, se afianzan los valores y se va encauzando la libertad, para lograr que un día los hijos tengan plena conciencia de la propia vocación y dignidad, y de la de los demás. El calor del hogar, el ejemplo doméstico, es capaz de enseñar muchas más cosas de las que pueden decir las palabras»: así decía el Papa hace un año, en su mensaje para la Fiesta de la Sagrada Familia de 2011, celebrada en la madrileña Plaza de Colón.

La primera necesidad de todo ser humano, ciertamente, es la familia. Sin ella, ¿cómo podría tomar conciencia de la propia vocación y dignidad? Hace tan sólo unos días, en su discurso a la Curia romana, Benedicto XVI destacaba «la importancia de la familia para la transmisión de la fe como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales del ser persona humana». Porque la fe no es un añadido a la vida, ¡es la clave esencial de la vida! Sin la fe, que encierra en sí misma la exigencia de ser familia en toda su verdad —¿acaso no es el hombre imagen de Dios, que es familia: Padre, Hijo y Espíritu Santo?—, ¿qué clase de vida se transmite? Por eso, añade el Papa que, «en el tema de la familia, no se trata únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre mismo»; y apostilla: «En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre». De tal manera, que sin la transmisión de la fe, que se hace en la familia y genera familia, no es que deja de haber Iglesia, es que no hay vertebración social. Más a la vista no puede estar.

La fe, como se dice en la portada de este número de Alfa y Omega, se transmite de generación en generación, y si los padres se resienten en esta transmisión, la familia verdadera, que no sólo no margina a los mayores, sino que los venera, a través de ellos la lleva a cabo de un modo bien precioso. Así lo decía Juan Pablo II en su Carta a los ancianos, de 1999, al hablar de lo mucho que recibe la familia que es la Iglesia, y por tanto toda la sociedad, «de la serena presencia de quienes son de edad avanzada», que significan una extraordinaria riqueza «para la evangelización», porque «su eficacia no depende principalmente de la eficiencia operativa. ¡En cuantas familias –reconoce justamente el Papa– los nietos reciben de los abuelos la primera educación en la fe!» Y precisamente porque la fe ilumina la vida entera, «la aportación beneficiosa» de estos abuelos se extiende «a otros muchos campos», y no disminuye con el envejecimiento: «¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas ancianas, solas o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el consejo afectuoso, la oración silenciosa, el testimonio del sufrimiento acogido con paciente abandono! Precisamente cuando las energías disminuyen y se reducen las capacidades operativas, estos hermanos nuestros son más valiosos en el designio misterioso de la Providencia». ¡Qué bien lo testimonió, en su propia ancianidad, el Bienaventurado Juan Pablo II!, quien en aquella Carta podía muy bien verse su retrato:

«Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas preciosas».

El 12 de noviembre pasado, Benedicto XVI visitaba, en Roma, la Casa-Familia Viva los ancianos, de la Comunidad de Sant’Egidio, y sus palabras resonaban como un eco de las de su antecesor: «Los ancianos son un valor para la sociedad, sobre todo para los jóvenes. No puede existir verdadero crecimiento humano y educación sin un contacto fecundo con los ancianos, porque su existencia misma es como un libro abierto en el que las jóvenes generaciones pueden encontrar preciosas indicaciones para el camino de la vida». Sin familia, sin tal contacto fecundo, es decir, sin amor, no puede haber, ciertamente, ningún crecimiento humano verdadero, ni puede resolverse crisis alguna. «Nadie puede vivir solo y sin ayuda —dijo a continuación el Papa en este encuentro—; el ser humano es relacional», ¡es familia!