Vicario de Cristo - Alfa y Omega

Vicario de Cristo

Alfa y Omega

«Ante todo, renuevo a Cristo mi adhesión total y confiada… Preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo… Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su misión es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no su propia luz, sino la de Cristo»: así les dijo a los cardenales, en su primer mensaje tras ser elegido sucesor de Pedro, Benedicto XVI; y dirigiéndose a los jóvenes, «que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia y de la Humanidad», no podía comunicarles otra cosa que a Aquel que llena su corazón y su vida entera: «Seguiré dialogando con vosotros, escuchando vuestras expectativas para ayudaros a conocer cada vez con mayor profundidad a Cristo vivo, que es eternamente joven».

Las palabras de san Pablo: «¡Cristo, todo en todos!», ciertamente, no han dejado de iluminar y de impulsar el corazón, las palabras y la vida entera de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Y si ahora renuncia «al ministerio de obispo de Roma, sucesor de san Pedro» es exactamente porque su único afán es ¡que Cristo sea todo en todos!, que resplandezca, no su propia luz, sino la de Cristo. Es muy consciente –afirma– de que, «para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado», ministerio que encierra toda la verdad del título de Vicario de Cristo en la tierra. Y porque vive y siente con Cristo y en Cristo, vivo aquí y ahora, presente y actuante en su Iglesia, Benedicto XVI puede decir «con plena libertad» y total confianza que, «ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo».

Resuena en su Vicario hoy, sin duda, el nombre de Cristo que resonó con apasionada insistencia en su homilía de inicio de pontificado: «La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque Él ha resucitado verdaderamente», y sólo Él salva al hombre. Por eso, «la santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». El nuevo Papa no pudo por menos que recordar aquel 22 de octubre de 1978, «cuando Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Aún, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: ¡No temáis! ¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!».

Sin Él, como acaba de recordar con fuerza, el pasado 26 de enero, a los miembros de la Rota romana en el inicio del Año Judicial, con sus mismas palabras recogidas en el evangelio de San Juan, no podéis hacer nada. Había dejado claro el Papa que es «la actual crisis de fe» la que «lleva consigo una crisis de la sociedad conyugal, con toda la carga de sufrimiento y de malestar que ello implica también para los hijos», añadiendo que «sólo abriéndose a la verdad de Dios, de hecho, es posible comprender, y realizar en la concreción de la vida también conyugal y familiar, la verdad del hombre». Porque «el rechazo de la propuesta divina, en efecto, conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas». No es una cuestión piadosa e interna de la Iglesia gritar el nombre de Cristo. No. Va en ello la vida y el destino del hombre, de cada ser humano y de la Humanidad en su conjunto. Como va en ello todo lo que concierne a la economía y a la política. «La ciudad del hombre –afirma en su última encíclica, Caritas in veritate– no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión», es decir, ¡con Cristo! «Mientras antes –continúa Benedicto XVI– se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que, sin la gratuidad, no se alcanza ni siquiera la justicia». ¿Acaso no estamos viendo cómo la gratuidad de la familia cristiana está siendo el más eficaz remedio a los males económicos y políticos que nos afligen?

La presencia de Cristo ha brillado a través de su Vicario, en cuyo pontificado ha corrido a la par la inmensa grandeza de su magisterio con la profunda humildad de su vida. Ni un solo momento de los ocho años de su pontificado ha dejado de mostrar la verdad de sus primeras palabras de saludo desde el balcón central de la basílica de San Pedro, al definirse a sí mismo «un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor». Y ya en la Misa de la víspera de su elección había pedido «con insistencia al Señor para que, después del gran don del Papa Juan Pablo II, nos dé de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría». Que es, como el mismo Benedicto XVI nos dice en su Carta Porta fidei, «la alegría de creer, el entusiasmo de comunicar la fe», la esencia misma de la nueva evangelización que no es otra cosa que vivir y gritar el nombre de Cristo.