«¡Es un santazo!» - Alfa y Omega

«¡Es un santazo!»

Niños y pobres fueron siempre la prioridad pastoral del Venerable sacerdote don Manuel Herranz Establés, cuyas virtudes heroicas reconoció el Papa la semana pasada. En una barriada miserable, consiguió que los mismos chavales que le tiraban piedras terminaran caminando kilómetros con él, para llevar el Santísimo a los enfermos. Tras la guerra civil, fundó las Esclavas de la Virgen Dolorosa, para atender a madres solteras y a sus hijos, los niños más vulnerables

María Martínez López
Hoy: hijos de las madres acogidas por las Esclavas de la Virgen Dolorosa

El matrimonio Herranz Establés dio al Señor tres hijos sacerdotes. El pequeño, Manuel, fue coadjutor de su hermano Hilario durante gran parte de su vida. Su primera parroquia juntos, durante 14 años, era un erial en Carabanchel Bajo (Madrid): 14 barriadas de casas míseras en medio del campo, con un perímetro de tres horas y sin escuelas cerca. «No venían a Misa más que dos médicos y cinco o seis hombres más, y muy pocas mujeres». Los niños y jóvenes los recibían con blasfemias… y piedras. Don Manuel comenzó a ganárselos con caramelos y medallas, y les enseñaba al aire libre. En pocos años, funcionaban cinco grupos cristianos, y se habían puesto en marcha varias escuelas, ropero y comedor social. En el boletín parroquial, con amor y humor fraterno, escribía de él don Hilario:

Con un ejército de infantes

«Hace unos días, una mujer de las afueras repetía: ¡El coadjutor es un santazo! Si lo fuera, no me arruinaría quitándome lo mío para darlo a los pobres; ni me levantaría por la mañana, a grito pelado, para que baje a oír confesiones; ni me trastornaría la cabeza con que si he de colocar a fulano que no tiene trabajo. Yo, mientras él se contenta con ayunar a lo ermitaño, o a estar horas de rodillas ante el Santísimo, callo; pero algunas veces tengo que saltar».

Ayer: hijos de las madres acogidas por las Esclavas de la Virgen Dolorosa con don Manuel

«Lo de hoy ha sido el disloque. Hay un barrio a cuatro kilómetros. Allí, si hay algún conflicto, el coadjutor hace de juez, de alcalde y teniente de la Guardia Civil. Explica el catecismo allí al aire libre, y las gentes le veneran. Esta tarde, a las seis, vino diciendo que iba a dar al Señor en aquel destierro. Toda la chiquillería, con unas pocas mujeres, le siguieron. Salíamos nosotros de la novena, y entonces regresaba mi buen coadjutor cantando el Rosario por esos campos de Dios con un ejército de infantes. Entre tanto, todo el pueblo se alarmaba por la fuga de tanto pequeñín. Sólo que, al final, padres e hijos, y hasta Pepe el sacristán, medio derrengado por tales paseos, concluimos diciendo: Aquella mujer tenía razón».

Niños en cestos

En 1938, el padre Manuel conoció a algunas jóvenes que habían estado implicadas en el intento, frustrado por la guerra, de fundar una congregación para atender a madres solteras. Monseñor Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá, le encargó completar la misión. Los primeros años de las Esclavas de la Virgen Dolorosa fueron muy duros. Tuvieron que hacer frente al estigma social de estas mujeres y a las denuncias de los vecinos; a la pobreza, que hacía que tuvieran «que poner a sus niñitos, a unos en cestos, a otros en tapas de baúles o en medias maletas». Otro problema fue la falta de operarias, pues las candidatas «creen que las chicas son peores de lo que son –ya gracias a Dios no son malas–, por eso se asustan». Pero lo que más le hizo sufrir fueron las tensiones internas que terminaron con la salida de la responsable, dirigida espiritual suya. Pidió ayuda a las adoratrices, que le enviaron a la Hermana Esperanza Cornago, «a quien puedo llamar restauradora de la Obra».

En vida del padre Manuel, llegó a haber varias casas en marcha, entre ellas la de Peña Grande, en Madrid, para 250 mujeres. Mientras la salud se lo permitió, fue el alma de la congregación. Visitaba las casas dos veces por semana para exponer el Santísimo, celebrar Misa y dar catequesis. Un testigo explica que las jóvenes «escuchaban la narración y explicación de la doctrina cristiana con la avidez con que las turbas escuchaban al Maestro divino, Jesucristo». Una Hermana añade que, «si por casualidad algún día no podía ir (que no era lo corriente, por muy mal tiempo que hiciese), las jóvenes le echaban en seguida en falta, por los ratos tan buenos que pasaban en su compañía. Luego ellas mismas le acompañaban hasta la capilla, donde se pasaba un ratito, para despedirse del Señor».