Los herederos de Ignacio - Alfa y Omega

Pierre apacentaba sus ovejas con esmero y robaba horas al día para leer. Los domingos dejaba los prados alpinos para enseñar la doctrina cristiana a chavales más pequeños que él. Muchas veces, al volver, hablaría con sus padres del futuro que soñaba: estudiar algún día en una escuela que saciara su inquietud. Ellos le prometieron ayudarle a cumplir aquel empeño.

Así llegó, en 1525, a París, con sólo 19 años y la inmensa fortuna de compartir habitación con dos grandes de la Historia. En aquel momento, Francisco era tan sólo un navarro que iniciaba su carrera eclesiástica en la Sorbona. Se hicieron amigos y, al tiempo, llegó Íñigo, un vasco herido de guerra que había abandonado la vida militar por los latines. Pierre echó una mano a Íñigo en los estudios; Íñigo, a su vez, se convirtió en el maestro espiritual de Pierre. Del encuentro de Jesucristo con aquellos tres corazones apasionados nació una intensa corriente espiritual gracias a la que miles de almas han amado a Dios a lo largo y ancho del mundo.

Siglos después, otro heredero de san Ignacio de Loyola ha sido elegido Vicario de Cristo en la tierra. Pedro recorrió a pie la Europa lacerada por la ruptura entre protestantismo y catolicismo, intercalando sus pisadas con plegarias a ángeles y santos; Francisco ha tenido que cambiar el transporte público por los muros vaticanos, pero es conocido su hábito de recogerse en oración hasta cuando espera en la consulta del dentista. Pedro tan pronto daba clases magistrales en las universidades más importantes, como predicaba Ejercicios espirituales, o abría hospitales y albergues para vagabundos; Francisco concede entrevistas, tuitea, depara con Jefes de Estado… y llama por teléfono a los atribulados, abraza a enfermos, desheredados y apátridas con el Amor infinito del Dios al que predica.

El recién canonizado Pedro Fabro manifiesta con claridad meridiana que existen personas predispuestas a no perder el tiempo; personas conscientes de que la huella que Dios quiere dejar en la Historia a través de su vida pasa por una libertad intrépida y un oído fino. Entre estas personas, está el Papa Francisco. Muchos habían profetizado que el Pontífice de esta etapa sería un hombre joven, presto a las reformas y con recorrido suficiente como para hacer mella en la prosa de la Iglesia. El Espíritu tiene sus sorpresas, y una de ellas ha sido mostrarnos que esta barca tiene un Dueño, y que Él conoce los tiempos y los modos. Pedro apuró sus cuarenta años de vida al máximo y murió en Roma, de camino al Concilio de Trento. Francisco no se ha atrincherado tampoco en la edad y aprovecha toda su experiencia pastoral, también su conocimiento jesuítico, para reformar y embellecer a la esposa de Cristo. Y no ha dudado en emplear una fórmula de canonización extraordinaria para presentar a la Iglesia un modelo de pastor al que conocía bien.

El Papa no cesa de repetirlo: el mundo necesita conocer la ternura de Dios, y esa caricia divina pasa por las manos del hombre. Por eso, la única vía de una evangelización fecunda consiste en llenarse de un amor eterno y contagiarlo con la vida más que con las palabras. Nos sobran ideologías y nos faltan historias épicas de un cariño divino que pide seguir tomando cuerpo, encarnándose, en vidas concretas. Como la de Pedro Fabro. O la de Francisco. O la nuestra.