Los clásicos viven con nosotros - Alfa y Omega

Los clásicos viven con nosotros

Javier Alonso Sandoica

Fernando Savater publicó, en este año que se nos va, un libro sobre los lugares y los escritores que allí nacieron. Se llama justamente así: Las ciudades y los escritores, editado por Debate. El capítulo de Dante finaliza con una entrevista a Vargas Llosa, en la que ambos rinden pleitesía a La Divina Comedia, robándose los turnos de entrevistador y entrevistado. Al final, es el peruano quién realiza un inquietante razonamiento:

«Una pregunta muy interesante, sobre todo relacionada con la Comedia, es: ¿puede un escéptico, un agnóstico, un ateo, gozar profundamente de un libro que está montado tan visceralmente sobre la fe? ¿O algo pierde un lector como tú o como yo?».

Y un Savater confundido por un final de entrevista tan poco ortodoxo, le suelta: «¡Qué bella reflexión! Gracias, Mario».

¡Y ahí se queda la cosa! Como si, en vez de un punto de arranque de charla, y casi de tesis doctoral, le hubiera soltado un final de frase redondo.

Como Dante es un clásico que vive en la puerta de al lado -es decir, es imposible entender el desarrollo de nuestra cultura occidental sin su contribución-, me fui a la biografía que el converso Papini realizara del florentino. Allí dejó escrito que, para entender plenamente al Dante, es necesario (no sin sorna) «ser católico, artista y florentino»; y añade: «…un católico, es decir, alguien que sienta todavía verdadero y vivo lo que Dante sentía y creía».

Le entiendo muy bien. El oficio redentor de Beatriz, la fidelidad de la persona que ama incondicionalmente, la responsabilidad sobrenatural de las acciones..: todo ello es el juego de colores de la paleta del florentino. A los ojos posmodernísimos del siglo XXI que se plantan, por ejemplo, ante el Guzmán de Alfarache, del sevillano Mateo Alemán (quizá la mejor obra de literatura picaresca del Renacimiento español, junto al Lazarillo), les costará trabajo entender las andanzas de un pícaro que tiene la misma profundidad e introspección del san Agustín de las Confesiones. Como dice el poeta y catedrático de literatura José María Micó, el Guzmán «es un viaje vital y moral, con las perspectivas del pecador y del contrito, del desenfreno y la reflexión». Guzmán quiere hacer el bien, como dice san Pablo, y le sale el envés: «Determinábame a ser bueno y cansábame a dos pasos». Y, al final de sus días, un anciano casi cuarentón (¡cómo cambian las cosas!), se arrepiente de sus pecados y hace recuento de lo vivido. Los autores de las grandes obras clásicas deberían seguir acompañándonos, para saber más de nuestra alma y no llevarla tan distraída.