2013: el Año de la confianza - Alfa y Omega

2013: el Año de la confianza

En uno de los especiales que Alfa y Omega publicó tras la renuncia de Benedicto XVI, en medio del desconcierto por aquella decisión que turbó a tantos dentro y fuera de la Iglesia, una carmelita del Cerro de los Ángeles se preguntaba: «¿Cómo es posible que la gente no vea en todo esto la Providencia de Dios?» Tenía razón, aunque en esos días sólo podían verlo quienes, como ella, tienen los ojos y el corazón fijos en Cristo. El resto, hemos necesitado 12 meses para comprobar que siempre siguen siendo ciertas las palabras de Jesús: «Yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo»

José Antonio Méndez
Un abrazo histórico, inédito en 2.000 años de vida de la Iglesia

En diciembre de 2012, nada hacía pensar que el año que se avecinaba fuese a estar tan cargado de acontecimientos cruciales, de esos llamados a saltar de las páginas de los periódicos a los libros de Historia.

Para la Iglesia, el nuevo año civil se encuadraba dentro del Año de la fe, esa convocatoria eclesial que Benedicto XVI había lanzado en octubre del curso anterior, y con el regusto del cercano Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización. Aunque también lo hacía en mitad de un batiburrillo de tristes informaciones, equívocos y manipulaciones mediáticas sobre el caso Vatileaks, los escándalos sexuales y financieros en ciertas instancias eclesiales, y las luchas de poder en la Curia y en el entorno pontificio. Los medios y las webs más sensacionalistas aliñaban este galimatías relacionándolo con la corriente milenarista del fin del mundo, preconizado por los mayas para diciembre de 2012 —con gran tino, como se ve—, y desempolvaban supuestas profecías de Nostradamus y de otros visionarios del Apocalipsis. Por si fuera poco, los acontecimientos que sobrevinieron en los primeros compases del año, con la renuncia de Benedicto XVI el 11 de febrero, presentaron un escenario desconocido en la Historia, que obligó a la Santa Sede a cambiar algunas constituciones vaticanas y a escrutar el Código de Derecho Canónico, y a la portavocía del Vaticano a explicar los hechos como buenamente podía. De hecho, cuando el Portavoz de la Santa Sede, el padre Lombardi, comparecía ante los medios pocas horas después de que Benedicto XVI hiciese pública su renuncia «al ministerio de obispo de Roma, sucesor de san Pedro», él mismo reconocía estar «tan sorprendido como todos» y aseguraba que, aunque «nos encontramos ante una situación inédita», no se daría «ningún riesgo de confusión».

Los cuervos nunca ganan

Sus palabras, claro, se referían a la previsible relación entre el próximo Pontífice y el primer Papa emérito en 2.000 años de vida de la Iglesia…, porque en la calle, si algo reinaba, era la confusión. Tanta como para hacer zozobrar la confianza de muchos en el auxilio de Dios a su Iglesia; como si cuervos, víboras y lobos llevasen las de ganar. Incluso fuera de la Iglesia se había enrarecido el ambiente, como ejemplificaba un artículo del periodista Pedro J. Ramírez: «Llevo días preguntándome por qué la renuncia del Papa me produce una desazón creciente, si no soy católico practicante».

Y en estas estábamos cuando los cardenales entraron en la Capilla Sixtina para hacer trizas las quinielas de papables y dejar que, una vez más, el Espíritu Santo hiciese en la Iglesia, y en el mundo, lo que tenía previsto. Porque como había dejado escrito Benedicto XVI en la segunda parte de Jesús de Nazaret, «Dios deja una medida grande —supergrande según nuestra impresión— de libertad al mal y a los malos; pero, no obstante, la Historia no se le va de las manos».

Así, si grande fue la sorpresa por la decisión de Benedicto XVI, igual o mayor lo fue el nombre que el cardenal Jean Luis Tauran proclamó el 13 de marzo, tras la fumata blanca y el Habemus Papam, desde el balcón central del Vaticano: Georgium Marium, cardinalem Bergoglio. Pocos minutos después, y ante una audiencia de millones de personas, el Santo Padre Francisco, jesuita, se presentaba al mundo con un «Buenas tardes», ponía a quienes lo veían desde los cinco continentes a rezar el padrenuestro, el Avemaría y el Gloria, y pedía que todos rezasen por él en silencio. Ante la providencial elección del primer Pontífice sudamericano de la Historia, las especulaciones pesimistas se evaporaron por su propia inconsistencia.

En estos meses, el Papa Francisco ha desplegado una personalidad arrolladora, singularísima y con una clara vocación apostólica; y ha sorprendido a propios y extraños con llamativas novedades en su forma de hacer las cosas. Novedades, sin embargo, que no afectan a lo nuclear de la vida de la Iglesia ni, mucho menos, al depósito de la fe; y que se entienden desde la hermenéutica de la continuidad de la que hablaba el hoy Papa emérito.

Algunos insisten en que, en la Iglesia, el acento ha cambiado, pero más allá de las lógicas diferencias entre un alemán y un argentino, lo que más ha cambiado es la forma en que muchos miran y escuchan al sucesor de Pedro: libres de estereotipos. En las audiencias, mensajes, discursos, catequesis, homilías y entrevistas, el Santo Padre ha despejado los debates accesorios sobre la estructura temporal de la Iglesia, e insiste en lo central. Por eso, habla una y otra vez de la misericordia y «de la ternura de Dios», que es cercano, «no se cansa nunca de perdonarnos», «nos primerea en el amor» y nos anima «a salir a las periferias existenciales», especialmente a cuidar «a los más pobres», pues «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual».

Cuando el Papa habla de Dios no lo hace como algo abstracto, para contemporizar con «la mundanidad espiritual», sino que lo hace del Dios que se ha dado a conocer en Jesucristo y que, por tanto, es inseparable de la cruz, pues «Jesús, con su Cruz, recorre nuestras calles y carga nuestros miedos, nuestros problemas, nuestros sufrimientos». De un Dios, al fin y al cabo, «que nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría», como explicó en su primera encíclica, Lumen fidei, que había casi concluido Benedicto XVI.

Sus gestos muestran que vive lo que predica: se mueve en utilitarios, usa los zapatos desgastados que tenía en Buenos Aires, vive en una residencia y no en apartamento pontificio, responde a las cartas que le envían, o llama por teléfono a quienes le escriben, concede entrevistas a medios beligerantes con la fe, se baja del papamóvil para bendecir a niños, ancianos y enfermos; abraza, besa, acaricia…

Con la reforma de la Curia que ha puesto en marcha, asesorado por un grupo de 8 cardenales, busca conseguir una mayor sinodalidad y una mejor operatividad de la estructura vaticana, pero, ante todo, busca precipitar un cambio interior, una conversión pastoral que elimine el carrerismo entre los obispos, la lejanía de los sacerdotes y la mediocridad de los fieles, e introduzca a la Iglesia «en una nueva etapa evangelizadora, marcada por la alegría del Evangelio», y «en permanente estado de misión», como ha escrito en Evangelii gaudium, su primera Exhortación apostólica.

En 2014, la Iglesia habrá de atravesar el desfiladero de los temas polémicos, como la comunión a los divorciados vueltos a casar, o la remodelación de la Curia, pero lo hará con un ánimo diferente al que tenía hace un año. Porque, como resultado de estos 12 meses, muchos, dentro y fuera de la Iglesia, han vuelto a confiar en Dios, y también en su Vicario. Así, el que iba a ser un eclesial Año de la fe, resultó ser para el mundo el Año de la confianza.