El trabajo con los refugiados, según el Papa: servir, acompañar, defender - Alfa y Omega

El trabajo con los refugiados, según el Papa: servir, acompañar, defender

El Papa volvió a encontrarse con los refugiados, tras su visita a la isla de Lampedusa. Esta vez, visitó el Centro Astalli de Roma, donde el Servicio Jesuita al Refugiado acoge a medio millar de refugiados. De ellos, destacó su «riqueza humana y religiosa, que se debe acoger y no temer». A los jesuitas y colaboradores que trabajan con ellos, les pidió tres cosas: servir, «inclinarse sobre quien tiene necesidad y tenderle la mano, con ternura y comprensión». Acompañar, porque «no basta con dar pan, si este pan no está acompañado de la posibilidad de aprender con la propias piernas», y defender. Aquí pidió que «la acogida del pobre no sea confiada sólo a los especialistas, sino que sea una atención de toda la pastoral», e invitó «a vivir con más coraje y generosidad la acogida en las comunidades, en las casas, en los conventos vacíos»

Cristina Sánchez Aguilar

«Gracias por la fuerza de vuestro testimonio sufriente. Cada uno de vosotros, queridos amigos, trae consigo una historia de vida que nos habla de los dramas de guerras, conflictos, a menudo vinculados con la política internacional»: así respondió el Papa Francisco a las intervenciones de Adam y Carol, jóvenes de Sudán y Siria, respectivamente. Adam, de 33 años y superviviente de la guerra de Darfur, explicó al Papa como, siendo él pequeño, fue secuestrado por los rebeldes tras la invasión de su aldea y el asesinato de su familia. «Dos meses más tarde, ya estaba en pleno conflicto empuñando un rifle», reconoce. Adam, que huyó de su país tras encontrarse, en una revuelta, con su hermano -que se unió a las fuerzas del gobierno-, pidió al Papa ayuda para dar a conocer el drama de los refugiados: «Santidad, su voz es poderosa. Todo el mundo le escucha. Hable de esta masacre. Buscar asilo no debería costarnos la vida».

También Carol, una de las pocas refugiadas sirias que ha logrado llegar a Europa, confesó al Papa la incomprensión de la guerra. «Hemos visto nuestras iglesias destruidas; la guerra nos ha negado hasta la posibilidad de rezar. Nuestros derechos humanos, así como nuestra dignidad, a menudo son pisoteados por culpa de la indiferencia y la superficialidad con que se nos trata», denunció. En Europa, reconoció, «tampoco hemos podido encontrar la paz». Aún así, se mostró esperanzada: «No queremos ser una carga, sino ofrecer nuestras habilidades y conocimientos para ayudar a construir una sociedad más justa. Podemos soportar más dolor, si esto sirve como garantía a un futuro de paz para nuestro hijos». Carol hizo especial hincapié en la situación de los niños, «que han muerto o han sido reclutados en una guerra sin sentido. Pasarán, por lo menos, 50 años antes de que surjan nuevas generaciones de sirios. Somos un país sin futuro», alertó ante el Santo Padre.

«Cada uno de ustedes lleva, sobre todo, una riqueza humana y religiosa que se debe acoger y no temer», les dijo el Papa. «Muchos de ustedes son musulmanes, vienen de varios países, de situaciones diversas. ¡No debemos tener miedo de las diferencias! ¡La fraternidad nos hace descubrir que son una riqueza, un don para todos!», añadió.

El Papa agradeció su servicio a los integrantes del centro jesuita, y les pidió tres cosas, «que son el programa de trabajo: servir, acompañar y defender». Servir, explicó, es «inclinarse sobre quien tiene necesidad y tenderle la mano, con ternura y comprensión». Además, recalcó, «los pobres son maestros privilegiados de nuestro conocimiento de Dios: su fragilidad y simplicidad desenmascaran nuestros egoísmos y pretensiones de autosuficiencia». Y como es habitual, lanzó una pregunta: «¿Me miro en los ojos de aquellos que piden justicia o desvío la mirada hacia el otro lado para no verlos?».

Con la segunda palabra, acompañar, el Papa afirmó que «no basta con dar pan, si este pan no está acompañado de la posibilidad de aprender con la propias piernas. La verdadera misericordia pide la justicia, pide que el pobre encuentre el camino para no serlo más».

Finalmente, con la tercera palabra, defender el Santo Padre pidió a la Iglesia que «la acogida del pobre no sea confiada sólo a los especialistas, sino que sea una atención de toda la pastoral». Se detuvo, en particular, en los institutos religiosos, a quienes invitó «a leer seriamente y con responsabilidad este signo de los tiempos: El Señor llama a vivir con más coraje y generosidad la acogida en las comunidades, en las casas, en los conventos vacíos. Los conventos vacíos no sirven a la Iglesia para transformarlos en hoteles y ganar dinero. Los conventos vacíos no son de ustedes, son para la carne de Cristo que son los refugiados».

Al final de la visita al comedor del Centro Astalli, el Papa se dirigió a la cercana Iglesia del Gesù, lugar de gran significado para el Centro, porque ahí se encuentra la tumba del Padre Pedro Arrupe, fundador del Servicio de los Jesuitas para los Refugiados.

Discurso íntegro del Santo Padre en el Centro Astalli

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes! Saludo, ante todo, a ustedes refugiados y refugiadas. Hemos escuchado a Adam y Carol: gracias por sus testimonios fuertes, sufrientes. Cada uno de ustedes, queridos amigos, lleva una historia de vida que nos habla de dramas de guerras, de conflictos, a menudo ligados a las políticas internacionales. Pero cada uno de ustedes lleva, sobre todo, una riqueza humana y religiosa, una riqueza que se debe acoger y no temer. Muchos de ustedes son musulmanes, de otras religiones; vienen de varios países, de situaciones diversas. ¡No debemos tener miedo de las diferencias! ¡La fraternidad nos hace descubrir que son una riqueza, un don para todos! ¡Vivamos la fraternidad!

¡Roma! Después de Lampedusa y de los otros lugares de llegada, para muchas personas nuestra ciudad es la segunda etapa. Frecuentemente -lo hemos escuchado-, es un viaje difícil, extenuante, también violento. Pienso sobre todo en las mujeres, en las mamás, que soportan esto con tal de asegurar un futuro a sus hijos y una esperanza de vida diferente para sí mismas y para la familia. Roma debería ser la ciudad que permite reencontrar una dimensión humana, recomenzar a sonreír. Cuántas veces, en cambio, aquí, como en otras partes, tantas personas que llevan escrito protección internacional en su permiso de estadía, son obligadas a vivir en situaciones incómodas, a veces degradantes, sin la posibilidad de iniciar una vida digna, ¡de pensar en un nuevo futuro!

Gracias entonces a cuantos, como este Centro y otros servicios, eclesiales, públicos y privados, se esfuerzan por recibir a estas personas con un proyecto. Gracias al Padre Giovanni y a los Hermanos; a ustedes, operadores, voluntarios, benefactores, que no donan sólo algo o su tiempo, sino que tratan de entrar en relación con los solicitantes de asilo y los refugiados reconociéndolos como personas, empeñándose en encontrar respuestas concretas a sus necesidades. ¡Tener siempre viva la esperanza! ¡Ayudar a recuperar la confianza! Mostrar que con la acogida y la fraternidad se puede abrir una ventana al futuro -más que una ventana, una puerta, y aún más-, ¡todavía se puede tener un futuro! Y es hermoso que trabajando por los refugiados, junto a los Jesuitas, se encuentren hombres y mujeres cristianos y también no creyentes o de otras religiones, unidos en el nombre del bien común, que para nosotros cristianos es especialmente el amor del Padre en Cristo Jesús. San Ignacio de Loyola quiso que existiese un espacio para acoger a los más pobres en los lugares donde residía en Roma, y el Padre Arrupe, en 1981, fundó el Servicio de los Jesuitas para los Refugiados, y quiso que la sede romana fuese en ese lugar, en el corazón de la ciudad. Y pienso en aquella despedida espiritual del Padre Arrupe en Tailandia, precisamente en un centro para refugiados.

Servir, acompañar, defender: tres palabras que son el programa de trabajo para los Jesuitas y sus colaboradores.

Servir. ¿Qué significa? Servir significa acoger a la persona que llega, con atención; significa inclinarse sobre quien tiene necesidad y tenderle la mano, sin cálculos, sin temor, con ternura y comprensión, así como Jesús se inclinó para lavar los pies a los Apóstoles. Servir significa trabajar al lado de los más necesitados, establecer con ellos ante todo relaciones humanas, de cercanía, lazos de solidaridad. Solidaridad, esta palabra que da miedo al mundo desarrollado. Tratan de no decirla. Solidaridad es casi una mala palabra para ellos. ¡Pero es nuestra palabra! Servir significa reconocer y acoger las peticiones de justicia, de esperanza, y buscar juntos los caminos, los senderos concretos de liberación.

Los pobres son también maestros privilegiados de nuestro conocimiento de Dios; su fragilidad y su simplicidad desenmascaran nuestros egoísmos, nuestras falsas seguridades, nuestras pretensiones de autosuficiencia y nos guían a la experiencia de la cercanía y de la ternura de Dios, a recibir en nuestra vida su amor, su misericordia de Padre que, con discreción y paciente confianza, se preocupa por nosotros, por todos nosotros.

Desde este lugar de acogida, de encuentro y de servicio quisiera entonces que partiese una pregunta para todos, para todas las personas que viven aquí, en esta diócesis de Roma: ¿me inclino sobre quien está en dificultad o tengo miedo de ensuciarme las manos? ¿Estoy cerrado en mí mismo, en mis cosas, o me doy cuenta de quién tiene necesidad de ayuda? ¿Sirvo solo a mí mismo o sé servir a los demás como Cristo que vino para servir hasta donar su vida? ¿Miro en los ojos de aquellos que piden justicia o desvío la mirada hacia el otro lado para no verlos?

Segunda palabra: acompañar. En estos años, el Centro Astalli ha hecho un camino. Al inicio ofrecía servicios de primera acogida: un comedor, un dormitorio, ayuda legal. Luego ha aprendido a acompañar a las personas en la búsqueda de trabajo y en la inserción social. Y por lo tanto ha propuesto también actividades culturales, para contribuir a hacer crecer una cultura de la acogida, una cultura del encuentro y de la solidaridad, a partir de la tutela de los derechos humanos. No basta solamente con la acogida. No basta dar un pan si este pan no está acompañado de la posibilidad de aprender a caminar con las propias piernas. La caridad que deja al pobre así como está no es suficiente. La verdadera misericordia, aquella que Dios nos dona y nos enseña, pide la justicia, pide que el pobre encuentre el camino para no serlo más. Pide -y lo pide a nosotros Iglesia, a nosotros ciudad de Roma, a las instituciones- que ninguno tenga más necesidad de un comedor, de un dormitorio improvisado, de un servicio de asistencia legal para ver reconocido el propio derecho a vivir y a trabajar, a ser plenamente persona. Adam ha dicho: «Nosotros refugiados tenemos el deber de dar lo mejor de nosotros mismos para ser integrados en Italia». Y este es un derecho: ¡la integración! Y Carol ha dicho: «Los sirios en Europa sienten la gran responsabilidad de no ser un peso, queremos sentirnos parte activa de una nueva sociedad». También este ¡es un derecho! Esta responsabilidad es la base ética, es la fuerza para construir juntos. Me pregunto: nosotros ¿acompañamos este camino?

Tercera palabra: defender. Servir, acompañar quiere también decir defender, quiere decir ponerse de la parte de quien es el más débil. ¡Cuántas veces alzamos la voz para defender nuestros derechos, pero cuantas veces somos indiferentes hacia los derechos de los demás! ¡Cuántas veces no sabemos o no queremos dar voz a la voz de quien -como ustedes- ha sufrido y sufre, de quien ha visto pisotear los propios derechos, de quien ha vivido tanta violencia que ha sofocado también el deseo de tener justicia!

Es importante para toda la Iglesia que la acogida del pobre y la promoción de la justicia no sean confiadas solo a los especialistas, sino que sean una atención de toda la pastoral, de la formación de los futuros sacerdotes y religiosos, del normal compromiso de todas las parroquias, los movimientos y las congregaciones eclesiales. En particular -y esto es importante, y lo digo de corazón-, quisiera invitar también a los Institutos religiosos a leer seriamente y con responsabilidad este signo de los tiempos. El Señor llama a vivir con más coraje y generosidad la acogida en las comunidades, en las casas, en los conventos vacíos. Queridísimos religiosos y religiosas, los conventos vacíos no sirven a la Iglesia para transformarlos en hoteles y ganar dinero. Los conventos vacíos no son de ustedes, son para la carne de Cristo que son los refugiados. El Señor llama a vivir con mayor coraje y generosidad la acogida en las comunidades, en las casas, en los conventos vacíos. Ciertamente no es algo simple, se requiere criterio, responsabilidad, pero se requiere también coraje. Hagamos tanto, quizás estamos llamados a hacer mucho más, acogiendo y compartiendo con decisión aquello que la Providencia nos ha donado para servir. Superar la tentación de la mundanidad espiritual para estar cercanos a las personas simples y sobre todo a los últimos. ¡Tenemos necesidad de comunidades solidarias que vivan el amor de forma concreta!

Cada día, aquí y en otros centros, tantas personas, mayormente jóvenes, se ponen en fila para recibir un plato caliente de comida. Estas personas nos recuerdan los sufrimientos y dramas de la humanidad. Pero aquella fila también nos dice que es posible hacer algo, todos, ahora. Basta con tocar a la puerta, y probar a decir: Aquí estoy. ¿Cómo puedo echar una mano?