Hacer a lo grande cosas pequeñas - Alfa y Omega

Hacer a lo grande cosas pequeñas

«Fabro fue, en la Compañía, el gran hombre de lo pequeño, el humilde trabajador de la viña que produce los frutos de los que se alimentan las almas»: así escribe monseñor Martínez Camino sobre el nuevo santo de la Compañía de Jesús canonizado por el Papa

Juan Antonio Martínez Camino
Uno de los primeros grabados del ya santo Pedro Fabro

Cuando Ignacio de Loyola llegó a París en 1529, solo y a pie, para estudiar en la Sorbona, Pedro Fabro, su primer compañero, aunque era quince años más joven que él, ya estaba terminando sus estudios. Compartiendo habitación en el Colegio mayor, aquel joven saboyano, de sólo 23 años, le ayudó al maduro converso de Loyola en los latines. Ignacio, por su parte, le hizo a su novel pedagogo el mayor regalo que tenía: lo introdujo en la experiencia de los Ejercicios espirituales. Allí comenzó un camino de santidad que terminaría en Roma no tardando mucho: Fabro moriría recién cumplidos los cuarenta, agotado de peregrinar por toda Europa comunicando aquel método ignaciano para alcanzar el Amor divino a todos los que pudo. San Ignacio decía que nadie mejor que Fabro dominaba el arte de los Ejercicios.

El Papa Francisco ha declarado santo a Pedro Fabro el 17 de diciembre pasado. La Compañía de Jesús mantiene el mismo número total de santos y Beatos, que, en este momento, son exactamente 195. El Beato Pedro Fabro hace ahora el número 51 de los santos jesuitas. Los Beatos quedan en 144. La mayor parte de esta inmensa corona de santos y Beatos son mártires: 171. Unos dieron su sangre por Cristo como misioneros en Brasil, Japón, la India, Río de la Plata, América del Norte o China; otros fueron martirizados a causa de diversas intolerancias modernas: en la Inglaterra anglicana, la Francia revolucionaria, el México laicista o la España anarquista y comunista. Entre los confesores hay nombres tan conocidos como san Estanislao de Kotska, san Pedro Claver o san José María Rubio, y los mencionados a continuación. Esta gran nube de testigos heroicos de Jesucristo es lo mejor de la Compañía de Jesús, la quintaesencia de su destacado servicio a la Iglesia y al mundo.

San Pedro Fabro es, entre todos ellos, uno de los de menos brillo externo. No poseyó el carisma original ni el genio organizativo de san Ignacio. Hijo de campesinos e inclinado ya desde pequeño al sacerdocio, no puede exhibir ninguna gran renuncia como san Luis Gonzaga, ni un giro de vida espectacular, como san Francisco de Borja. Su luz no fue la de la ciencia de los doctores, como san Pedro Canisio o san Roberto Belarmino. Tampoco fue suyo el intrépido arrojo misionero de san Francisco Javier, ni le cupo en suerte la gloria de los mártires. Sin embargo, Fabro fue, en la Compañía, el gran hombre de lo pequeño, el humilde trabajador de la viña que produce los frutos de los que se alimentan las almas de los que gobiernan, enseñan, misionan y dan su sangre por el Evangelio.

Así fue literalmente en el caso de algunos de estos grandes santos. San Francisco Javier no se recataba en llamar bienaventurado a aquel coetáneo suyo que la Providencia había puesto en su camino en París y que allí, en el Monte de los Mártires, celebró la misa para aquel grupo de amigos en el Señor que, en 1534, hacía un voto apostólico y ponía las bases de la futura Compañía de Jesús. San Pedro Canisio, todavía como joven y brillante estudiante de 22 años, bajo la dirección de Fabro hizo en Maguncia los Ejercicios espirituales que le determinaron a hacerse jesuita. San Francisco de Borja se topó con el enjuto saboyano en Madrid y en Gandía, y quedó impresionado de lo que significaba aquel modo nuevo de ejercer el sacerdocio al modo apostólico.

En otros muchos casos, el modo de proceder de Fabro no se reflejó en vidas de tanto renombre. Pero su existencia andariega -como él mismo define su vida- preparó humildemente el suelo en el que luego iban a echar sus raíces obras apostólicas de gran calado: en Italia, Alemania, Portugal y España. Seguía su propio consejo: «No te admires de cuán grande es la obra que ves, sino cómo y con cuánta perfección la has hecho. Prefiere llenarte de gracia y hacer a lo grande cosas pequeñas, antes que no crecer en ti mismo y hacer malamente cosas grandes».

Fabro atendía con caridad delicada los comienzos humildes, dedicando su tiempo a niños y jóvenes sin nombre, siendo «partidario de los últimos y más pequeños»; y cultivaba el crecimiento en Cristo de pequeños y grandes. Fue maestro de la interior transformación de los corazones, sin la que no es posible la renovación de las estructuras ni la evangelización.