Un aviso de la Historia... - Alfa y Omega

Un aviso de la Historia...

Si cierto es que el sexo ya lo inventaron Adán y Eva, no menos lo es que tantas y tantas proclamas de los modernos de hoy, que todo buen progre debe aceptar para no desentonar con los nuevos tiempos, hace tiempo que vieron la luz del sol. Si alguien lo duda, aquí están estas páginas escritas por Stefan Zweig antes de la segunda guerra mundial. Probablemente él confiara entonces en la capacidad de aprendizaje de la familia humana, pero su libro, El mundo de ayer. Memorias de un europeo (que edita ahora El Acantilado), es a la vez profético y una dramática advertencia sobre cuál puede ser el futuro inmediato: no se puede atentar contra la naturaleza del hombre y pretender salir indemnes. Recogemos algunos de sus párrafos más significativos:

Colaborador
‘La vida’, Frits van den Berghe (1924). Museo Real de Bellas Artes, Amberes (Bélgica)

Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y en los maestros. Se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había empezado un mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los ámbitos de la vida. Todos y todo lo que no era de la misma edad era considerado como caduco. En vez de viajar con los padres, como antes, rapazuelos de once y doce años, en grupos organizados y sexualmente instruidos, cruzaban el país como aves de paso.

En las escuelas, siguiendo el modelo ruso, se creaban sóviets escolares que controlaban a los maestros e invalidaban los planes de estudio porque los niños debían y querían aprender sólo aquello que les venía en gana. Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente, incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los sexos. Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales.

Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por falorear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también el arte. La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez, e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua. Se suprimieron los artículos determinados, se invirtió la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas. La música buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; en el baile, el vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia; en el teatro se interpretaba Hamlet con frac y se ensayaba una dramaturgia explosiva.

Intelectuales maquillados

En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes que quería dejar atrás, de un solo y arrojado salto, todo lo que se había hecho y producido antes; cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones; por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres. Pero, en medio de ese caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presas del pánico de quedar atrasados y ser considerados inactuales, con desesperada rapidez se maquillaron de fogosidad artificial e intentaron, también ellos, seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios.

¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años, de delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y fanatismo! Todo lo extravagante e incontrolable vivió entonces una edad de oro: la teosofía, el ocultismo, el espiritismo, el sonambulismo, la antroposofía, la quiromancia, la grafología, las enseñanzas del yoga indio y el misticismo de Paracelso. Se vendía fácilmente todo lo que prometía emociones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes, la morfina, la cocaína y la heroína; los únicos temas aceptados en las obras de teatro eran el incesto y el parricidio y, en política, el comunismo y el fascismo.

El instinto les decía que la postguerra tenía que ser diferente de la preguerra y, en el fondo, tenían razón. Todo eso de los nuevos tiempos, de un mundo mejor, ¿no lo habíamos querido también nosotros, los mayores, antes y durante la guerra? Y también después de la guerra, los mayores volvimos a demostrar nuestra ineptitud para oponer a tiempo una organización supranacional a la nueva y peligrosa politización del mundo.

Creo conocer bastante bien la Historia, pero, que yo sepa, nunca se había producido una época de locura de proporciones tan enormes. Se habían alterado todos los valores, y no sólo los materiales; la gente se mofaba de los decretos del Estado, no respetaba la ética ni la moral, Berlín se convirtió en la Babel del mundo. Bares, locales de diversión y tabernas crecían como setas. A lo largo de la Kurfürstendamm se paseaban jóvenes maquillados y con cinturas artificiales, y no todos eran profesionales; todos los bachilleres querían ganar algo y en bares penumbrosos se veía Secretarios de Estado e importantes financieros cortejando, sin ningún recato, a marineros borrachos. Ni la Roma de Suetonio había conocido unas orgías tales como lo fueron los bailes de travestíes de Berlín, donde centenares de hombres vestidos de mujeres y de mujeres vestidas de hombre bailaban ante la benévola mirada de la policía. Con la decadencia de todos los valores, una especie de locura se apoderó precisamente de los círculos burgueses. Las muchachas se jactaban con orgullo de ser perversas; en cualquier escuela de Berlín se habría considerado un oprobio la sospecha de conservar la virginidad a los dieciséis años: todas querían poder explicar sus aventuras, y cuanto más exóticas mejor.

Quien vivió aquellos meses y años apocalípticos, hastiado y enfurecido, notaba que a la fuerza tenía que producirse una reacción, una reacción terrible. Y los que habían empujado al pueblo a aquel caos ahora esperaban sonrientes en segundo término, reloj en mano: «Cuanto peor le vaya al país, tanto mejor para nosotros». Sabían que llegaría su hora. La contrarrevolución empezaba ya a cristalizarse.

Stefan Zweig