La Palabra se hizo carne - Alfa y Omega

La Palabra se hizo carne

Segundo domingo después de Navidad

Carlos Escribano Subías
‘El Misterio llega hasta el establo, hasta la carne y la sangre propias del ser humano’

La ternura y cercanía del Niño Dios nacido en el pesebre de Belén parece ser arrebatada por la profundidad teológica del texto que nos presenta el prólogo del Evangelio de San Juan. Los pastores y sus rebaños, el cántico de los ángeles o el Niño envuelto en pañales por su Madre, que tan cercanos han estado estos días, desaparecen. Sin embargo, estos textos y el del prólogo de San Juan tienen muchos elementos comunes pues nos narran el mismo y único evangelio. San Lucas y San Mateo lo harán desde la cercanía de un relato próximo que nos conduce hacia el actuar oculto de Dios. San Juan, el águila, mira desde el misterio de Dios y muestra cómo ese misterio llega hasta el establo, hasta la carne y la sangre propias del ser humano.

El texto del Prólogo contiene una de las afirmaciones más rotundas e interpelantes para los creyentes al mostrar la grandeza de la presencia del Verbo encarnado: «Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». La presencia del Señor se convierte en una invitación para poder valorar lo que eso significa realmente en la Historia y en el mundo y, a la vez, en un reto para ver cómo ésta es acogida. San Juan nos advertirá: «Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron». Este texto no debe quedar reducido a un drama escénico en busca de posada, tantas veces representado por nuestros escolares o niños de la catequesis en los días previos a la Navidad. O tan sólo en una consideración moral sobre el problema de los sin techo que pueblan el mundo entero y que hoy están muy próximos a nosotros, por importante y necesario que sea este llamamiento. «Lo que leemos en los evangelios -dice el Papa Francisco, en su entrevista a La Stampa, del pasado 15 de diciembre- es un anuncio de alegría. Los evangelistas describen una alegría. No hacen consideraciones sobre el mundo injusto, sobre cómo pudo nacer Dios en un mundo así. Todo esto es fruto de nuestra contemplación: los pobres, el niño que nace en la precariedad. La Navidad no fue una denuncia de la injusticia social, de la pobreza, sino un anuncio de alegría. Todo lo demás son conclusiones que sacamos nosotros. Algunas correctas, otras menos y otras más ideologizadas. La Navidad es alegría, alegría religiosa, alegría de Dios, interior, de luz, de paz».

Esa alegría, que sólo Dios es capaz de engendrar, nos mueve a meditar sobre cuál es nuestra reacción ante la presencia de Jesús Niño. Herodes y sus sabios teólogos se enrocaron en su soberbia y autosuficiencia y fueron incapaces de escuchar el canto de los ángeles. Nada más lejos de aquellos corazones, que en ocasiones se asemejan en demasía a los nuestros, que querer ser de los suyos, ser de Dios. Tienen bastante con pertenecerse sólo a sí mismos. Quizá eso explique por qué hoy se cierra la puerta a tantos necesitados y a tantas necesidades: nuestra soberbia y egoísmo cierra las puertas a Dios, que nos ha nacido, y con ello a los hombres.

El Niño nos propone un camino para superar esta situación: quebrar nuestra soberbia. Jesús en el pesebre nos libera de nuestro orgullo y nos llena de alegría. Dejemos que el misterio de este día nos abra los ojos y podamos llevar la presencia gozosa del Verbo encarnado a todos los hombres.

Evangelio / Jn 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder de ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de Él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.