Decir Te quiero - Alfa y Omega

Decir Te quiero

Javier Alonso Sandoica

Tengo a un amigo profundamente irritado por las nuevas tecnologías, que han traído, dice, la vulgaridad a la cola de los calcetines del supermercado. Y se explica: «Estoy haciendo la compra y, de repente, oigo detrás de mí a una novia decirle a su novio por el móvil que le quiere mucho. Pero ya sabemos todos que es una frase usada como fórmula de despedida, cosa que empieza a ser habitual en virtud de lo que denominamos avances en la comunicación». Mi amigo dice que es menos invasivo un insulto oído en público, que decir Te quiero, algo arrolladoramente diferencial en el ser humano. Las hienas se enseñan las fauces y se provocan, y esto no es algo inhabitual en el ser humano.

Hay una escena en la recientísima película Agosto, adaptación de una obra de teatro del multipremiado Tracy Letts, en la que se ve cómo una familia se habla a gritos mientras arroja la vajilla al suelo. En su rebaja, el hombre se asemeja al animal. Por eso cuesta creer que seamos capaces de llegar a pronunciar algo tan revelador de quiénes somos. Hay unos versos de Joni Mitchell que hablan del profundo asombro de decir Te quiero en voz alta.

En la revelación cristiana, tenemos al Hijo de Dios, que pasa por el mundo en silencio durante treinta años, en la intimidad de la normalidad y la reserva. Tras los años de la vida pública, y en un aparte del Maestro, le dice a quien nombró Roca de su Iglesia: «Pedro, ¿me amas?» Es como si el ser humano necesitara toda una vida de experiencia común para llegar a articular algo tan importante. Entiendo el esfuerzo de mi amigo por no quemar una expresión tan redonda de lo propio, que los móviles, a través de mensajes de Whatsapp o coletillas de final de conversación, someten a vulgarización.

He leído en el ensayo de un escritor norteamericano poco conocido que el autor guarda la carta de juventud que su padre escribiera a su madre. Un carta llena de amor, aunque la declaración expresa no aparezca visiblemente. El joven le cuenta sus anhelos por el trabajo bien hecho y la paga justa, su afición a la filosofía. Hay en todo el texto una primorosa selección de las palabras, una cuidada ortografía, y una atmósfera de honradez, curiosidad, inteligencia y humor inesperado. Todo es expresión de aquello que, al decirlo en voz alta, se pronunciaría Te quiero. Nuestra civilización sentimental exige la presencia de las expresiones más íntimas como si fueran el chocolate que adereza el helado de vainilla.