Lo primero, la fe - Alfa y Omega

Lo primero, la fe

Alfa y Omega
Un cristiano sirio coloca de nuevo, lo primero de todo, una imagen del Corazón de Jesús, tras el bombardeo de su casa, en Ras al-Ain

«Nuestro corazón desea algo más, que no es simplemente un conocer más o tener más, sino que es, sobre todo, un ser más. No se puede reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, obtenido, con frecuencia, sin tener en cuenta a las personas más débiles e indefensas. El mundo sólo puede mejorar si la atención primaria está dirigida a la persona, si la promoción de la persona es integral, en todas sus dimensiones, incluida la espiritual»: así dice el Papa Francisco en el Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado que se celebra este próximo domingo, justamente bajo el lema Hacia un mundo mejor, que no lo será, sino todo lo contrario, si es marginada esa dimensión espiritual que se llama fe. Y de hecho queda marginada si no es, de veras, lo primero. Lo dice bien claro, en su Carta para esta Jornada, el cardenal arzobispo de Madrid, afirmando que «se nos impone una primera y fundamental tarea: la ayuda a los inmigrantes a mantener firme su fe», y asimismo recuerda el porqué de esta urgencia, como aparece en el Plan pastoral de la diócesis para este curso, al constatar que «la situación general -humana y espiritual- del mundo y de Europa hoy urge a la Iglesia a vivir con generosidad su misión. La crisis nos inquieta por sus raíces espirituales y trascendentes, que conducen al hombre a la pérdida del sentido de su vida», es decir, como diagnosticó el Papa Benedicto XVI al convocar el Año de la fe, porque se trata en realidad de «una profunda crisis de fe».

Todos, emigrantes o no, tenemos esa primera y básica necesidad que se llama fe. El auténtico mal que puede haber en las migraciones no es el dolor, por grande que llegue a ser, de tener que abandonar la propia patria, y hasta de ser rechazado y perseguido. El peor de los males no es ése, ¡es que falte la fe! En su Mensaje para este Día del Emigrante y del Refugiado, el Papa Francisco se fija en el mismo Hijo de Dios hecho hombre, «en cómo la Sagrada Familia de Nazaret ha tenido que vivir la experiencia del rechazo al inicio de su camino: María dio a luz a su Hijo, lo envolvió en pañales y lo recostó en su pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. Es más —sigue recordando el Papa—, Jesús, María y José han experimentado lo que significa dejar su propia tierra y ser emigrantes. ¡Pero han conservado siempre la confianza en que Dios nunca les abandonará!» Ya antes, el Santo Padre había subrayado que el hecho de las migraciones exige «un espíritu de profunda solidaridad y compasión», de modo que se salvaguarden —en palabras de la encíclica de su predecesor Caritas in veritate— «las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino», en definitiva «exige la ayuda recíproca», concretada, como señala el arzobispo de Madrid en su Carta, en «la acogida, el acompañamiento y la caridad». Y todo esto, ¿de dónde nace sino de la fe? No nos engañemos, es preciso repetir, una y otra vez, lo que no dudó en afirmar Benedicto XVI en Caritas in veritate, que, si bien alguien antes pudo pensar «que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que, sin la gratuidad, no se alcanza ni siquiera la justicia». Sin Cristo, sin la Luz, efectivamente, el mundo no será mejor. Seguirá en tinieblas.

Así lo dijo en su homilía, el pasado 6 de enero, solemnidad de la Epifanía del Señor, el Papa Francisco: «Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa astucia, esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer los peligros y evitarlos»: lo decía con referencia a los Magos, que «supieron usar esta luz de astucia cuando, de regreso a su tierra, decidieron no pasar por el palacio tenebroso de Herodes y marchar por otro camino». Pues bien, «estos sabios venidos de Oriente -añade el Papa- nos enseñan a no caer en las asechanzas de las tinieblas y a defendernos de la oscuridad que pretende cubrir nuestra vida. Ellos, con esta santa astucia, han protegido la fe, y también nosotros debemos proteger la fe. Protegerla de esa oscuridad. Esa oscuridad que, a menudo, se disfraza incluso de luz».

Sí, así de oscuro está un mundo que sólo cuenta con sus solas fuerzas, con sus pequeñas luces, disfrazadas efectivamente de esa falsa luz de la soberbia, que todo lo hace más oscuro cuanto más se empeña en marginar y hasta atacar a la verdadera Luz que resplandece en la fe e ilumina la vida entera, como les sucedió a los Magos al encontrarla hecha carne en aquel Niño. Como dice la encíclica Lumen fidei, «quien cree, ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso». Sí, la fe ilumina todo el camino, ¡y todos los caminos! Como hoy mismo se comprueba en la significativa emigración de las más de cien familias que, en la última fiesta de la Sagrada Familia celebrada en la madrileña plaza de Colón, han sido enviadas a llevar, no otra cosa, sino la fe cristiana, hasta los confines de la tierra. Porque ilumina de tal modo la vida toda, y el mundo entero, que, como dijo Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio, de 1990, «la fe se fortalece, ¡dándola!».