«No podemos ser insensibles» al sufrimiento - Alfa y Omega

«No podemos ser insensibles» al sufrimiento

En su primer discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, el Papa Francisco ha llamado la atención sobre Siria y otros conflictos bélicos, y ha denunciado diversas manifestaciones de lo que él llama cultura del descarte. «Suscita horror –ha dicho– sólo el pensar en los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados como soldados, o hechos objeto de mercadeo en esa tremenda forma de esclavitud moderna que es la trata de seres humanos». Éstos son los párrafos principales:

Redacción
Un momento del discurso del Papa al Cuerpo diplomático, el pasado lunes, 13 de enero

En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, he subrayado que «la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia», que, «por vocación, debería contagiar al mundo con su amor» y contribuir a que madure ese espíritu de servicio y participación que construye la paz. (…) Por desgracia, esto no sucede con frecuencia, porque aumenta el número de las familias divididas y desgarradas, no sólo por la frágil conciencia de pertenencia que caracteriza el mundo actual, sino también por las difíciles condiciones en las que muchas de ellas se ven obligadas a vivir, hasta el punto de faltarles los mismos medios de subsistencia. Se necesitan, por tanto, políticas adecuadas que sostengan, favorezcan y consoliden la familia.

Sucede, además, que los ancianos son considerados como un peso, mientras que los jóvenes no ven ante ellos perspectivas ciertas para su vida. Ancianos y jóvenes, por el contrario, son la esperanza de la Humanidad. Los primeros aportan la sabiduría de la experiencia; los segundos nos abren al futuro, evitando que nos encerremos en nosotros mismos. Es sabio no marginar a los ancianos en la vida social, para mantener viva la memoria de un pueblo. Igualmente, es bueno invertir en los jóvenes, con iniciativas adecuadas que les ayuden a encontrar trabajo y a fundar un hogar. ¡No hay que apagar su entusiasmo! Conservo viva en mi mente la experiencia de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro. ¡Cuántos jóvenes contentos pude encontrar! ¡Cuánta esperanza y expectación en sus ojos y en sus oraciones! (…)

Preocupación por Siria y Oriente Medio

No dejo de esperar que se acabe finalmente el conflicto en Siria. La solicitud por esa querida población y el deseo de que no se agravara la violencia me llevaron, en el mes de septiembre pasado, a convocar una jornada de ayuno y oración. Por vuestro medio, agradezco de corazón a las autoridades públicas y a las personas de buena voluntad que en vuestros países se asociaron a esa iniciativa. Se necesita una renovada voluntad política de todos para poner fin al conflicto. En esa perspectiva, confío en que la Conferencia Ginebra 2, convocada para el próximo 22 de enero, marque el comienzo del deseado camino de pacificación. Al mismo tiempo, es imprescindible que se respete plenamente el derecho humanitario. No se puede aceptar que se golpee a la población civil inerme, sobre todo a los niños. Animo, además, a todos a facilitar y garantizar, de la mejor manera posible, la necesaria y urgente asistencia a gran parte de la población, sin olvidar el encomiable esfuerzo de aquellos países, sobre todo el Líbano y Jordania, que con generosidad han acogido en sus territorios a numerosos prófugos sirios.

Permaneciendo en Oriente Medio, advierto con preocupación las tensiones que de diversos modos afectan a la región. Me preocupa especialmente que continúen las dificultades políticas en Líbano, donde un clima de renovada colaboración entre las diversas partes de la sociedad civil y las fuerzas políticas es más que nunca indispensable, para evitar que se intensifiquen los contrastes que pueden minar la estabilidad del país. Pienso también en Egipto, que necesita encontrar de nuevo una concordia social, como también en Irak, que le cuesta llegar a la deseada paz y estabilidad. Al mismo tiempo, veo con satisfacción los significativos progresos realizados en el diálogo entre Irán y el Grupo 5+1 sobre la cuestión nuclear.

En cualquier lugar, el camino para resolver los problemas abiertos ha de ser la diplomacia del diálogo. Se trata de la vía maestra ya indicada con lucidez por el Papa Benedicto XV cuando invitaba a los responsables de las naciones europeas a hacer prevalecer «la fuerza moral del Derecho» sobre la «material de las armas» para poner fin a aquella «inútil carnicería» que fue la Primera Guerra Mundial, de la que en este año celebramos el centenario. Es necesario animarse –como he dicho en la Exhortación Evangelii gaudium, 228– «a ir más allá de la superficie conflictiva» y mirar a los demás en su dignidad más profunda, para que la unidad prevalezca sobre el conflicto y sea «posible desarrollar una comunión en las diferencias». En este sentido, es positivo que se hayan retomado las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, y deseo que las partes asuman con determinación, con la ayuda de la Comunidad internacional, decisiones valientes para encontrar una solución justa y duradera a un conflicto cuyo fin se muestra cada vez más necesario y urgente. No deja de suscitar preocupación el éxodo de los cristianos de Oriente Medio y del Norte de África. Ellos desean seguir siendo parte del conjunto social, político y cultural de los países que han ayudado a edificar, y aspiran a contribuir al bien común de las sociedades en las que desean estar plenamente incorporados, como artífices de paz y reconciliación.

Tensiones en África

También en otras partes de África, los cristianos están llamados a dar testimonio del amor y la misericordia de Dios. No hay que dejar nunca de hacer el bien, aun cuando resulte arduo y se sufran actos de intolerancia, por no decir de verdadera y propia persecución. En grandes áreas de Nigeria, no se detiene la violencia y se sigue derramando mucha sangre inocente. Mi pensamiento se dirige especialmente a la República Centroafricana, donde la población sufre a causa de las tensiones que el país atraviesa y que, repetidamente, han sembrado destrucción y muerte. Aseguro mi oración por las víctimas y los numerosos desplazados, obligados a vivir en condiciones de pobreza, y espero que la implicación de la Comunidad internacional contribuya al cese de la violencia, al restablecimiento del Estado de Derecho y a garantizar el acceso de la ayuda humanitaria también a las zonas más remotas del país. La Iglesia católica, por su parte, seguirá asegurando su propia presencia y colaboración, esforzándose con generosidad para procurar toda ayuda posible a la población y, sobre todo, para reconstruir un clima de reconciliación y de paz entre todas las partes de la sociedad. Reconciliación y paz son una prioridad fundamental también en otras partes del continente africano. Me refiero especialmente a Malí, donde incluso se observa el positivo restablecimiento de las estructuras democráticas del país, como también a Sudán del Sur, donde, por el contrario, la inestabilidad política del último período ha provocado ya muchos muertos y una nueva emergencia humanitaria.

La Santa Sede sigue con especial atención los acontecimientos de Asia, donde la Iglesia desea compartir los gozos y esperanzas de todos los pueblos de aquel vasto y noble continente. Con ocasión del 50 aniversario de las relaciones diplomáticas con la República de Corea, quisiera implorar de Dios el don de la reconciliación en la península, con el deseo de que, por el bien de todo el pueblo coreano, las partes interesadas no se cansen de buscar puntos de encuentro y posibles soluciones. Asia, en efecto, tiene una larga historia de pacífica convivencia entre sus diversas partes civiles, étnicas y religiosas. Hay que alentar ese recíproco respeto, sobre todo frente a algunas señales preocupantes de su debilitamiento, en particular frente a crecientes actitudes de clausura que, apoyándose en motivos religiosos, tienden a privar a los cristianos de su libertad y a poner en peligro la convivencia civil. La Santa Sede, en cambio, mira con gran esperanza las señales de apertura que provienen de países de gran tradición religiosa y cultural, con los que desea colaborar en la edificación del bien común.

‘Suscita horror el pensar en los niños utilizados como soldados, violentados o asesinados en los conflictos armados…’

Víctimas de la cultura del descarte

La paz, además, se ve herida por cualquier negación de la dignidad humana, sobre todo por la imposibilidad de alimentarse de modo suficiente. No nos pueden dejar indiferentes los rostros de cuantos sufren el hambre, sobre todo los niños, si pensamos en la cantidad de alimento que se desperdicia cada día en muchas partes del mundo, inmersas en la que he definido en varias ocasiones como la cultura del descarte. Por desgracia, objeto de descarte no es sólo el alimento o los bienes superfluos, sino con frecuencia los mismos seres humanos, que vienen descartados como si fueran cosas no necesarias. Por ejemplo, suscita horror sólo el pensar en los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados como soldados, violentados o asesinados en los conflictos armados, o hechos objeto de mercadeo en esa tremenda forma de esclavitud moderna que es la trata de seres humanos, y que es un delito contra la Humanidad.

No podemos ser insensibles al drama de las multitudes obligadas a huir por la carestía, la violencia o los abusos, especialmente en el Cuerno de África y en la Región de los Grandes Lagos. Muchos de ellos viven como prófugos o refugiados en campos donde no vienen considerados como personas, sino como cifras anónimas. Otros, con la esperanza de una vida mejor, emprenden viajes aventurados, que a menudo terminan trágicamente. Pienso de modo particular en los numerosos emigrantes que de América Latina se dirigen a los Estados Unidos, pero sobre todo en los que de África o el Oriente Medio buscan refugio en Europa.

Permanece todavía viva en mi memoria la breve visita que realicé a Lampedusa, en julio pasado, para rezar por los numerosos náufragos en el Mediterráneo. Por desgracia, hay una indiferencia generalizada frente a semejantes tragedias, que es una señal dramática de la pérdida –como allí dije– de ese «sentido de la responsabilidad fraterna», sobre el que se basa toda sociedad civil. En aquella circunstancia, sin embargo, pude constatar también la acogida y dedicación de muchas personas. (…)

En fin, deseo mencionar otra herida a la paz, que surge de la ávida explotación de los recursos ambientales. Si bien –como dije en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año– «la naturaleza está a nuestra disposición», con frecuencia «no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras». También en este caso hay que apelar a la responsabilidad de cada uno para que, con espíritu fraterno, se persigan políticas respetuosas de nuestra tierra, que es la casa de todos nosotros. Recuerdo un dicho popular que dice: «Dios perdona siempre, nosotros perdonamos algunas veces, la naturaleza –la creación–, cuando viene maltratada, no perdona nunca». Por otra parte, hemos visto con nuestros ojos los efectos devastadores de algunas recientes catástrofes naturales. En particular, deseo recordar una vez más a las numerosas víctimas y las grandes devastaciones en Filipinas y en otros países del sureste asiático, provocadas por el tifón Haiyan.

Excelencias, señoras y señores: El Papa Pablo VI afirmaba que la paz «no se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres» (Populorum progressio, 76). Éste es el espíritu que anima la actividad de la Iglesia en cualquier parte del mundo, mediante los sacerdotes, los misioneros, los fieles laicos, que con gran espíritu de dedicación se prodigan entre otras cosas en múltiples obras de carácter educativo, sanitario y asistencial, al servicio de los pobres, los enfermos, los huérfanos y de quienquiera que esté necesitado de ayuda y consuelo. A partir de esta atención amante (cf. Evangelii gaudium, 199), la Iglesia coopera con todas las instituciones que se interesan tanto del bien de los individuos como del común. (…)