¡Para que tengan vida! - Alfa y Omega

¡Para que tengan vida!

Alfa y Omega

«El mayor mal de nuestro tiempo —decía con su profunda sabiduría don Julián Marías— es la aceptación social del aborto», que se le llega a calificar de progreso. Y hasta hay en nuestros días políticos y comentaristas que tratan de tergiversar a su favor, en nombre de un mal entendido pluralismo y diálogo, palabras sumamente claras, y esclarecedoras, del Papa Francisco, como lo son, por ejemplo, éstas tan recientes e inequívocas de su discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede: «Suscita horror sólo el pensar en los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados como soldados, violentados o asesinados en los conflictos armados, o hechos objeto de mercadeo en esa tremenda forma de esclavitud moderna que es la trata de seres humanos, y que es un delito contra la Humanidad». ¿Cabe mayor claridad?

En la Exhortación Evangelii gaudium, ya irradió el Papa esa misma luz inequívoca, al afirmar que, entre los más débiles a los «que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana, en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su actitud como algo ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno».

Pese a tanta claridad en la voz de la Iglesia, esa aceptación social que denunciaba Marías parece que sigue muy presente. En la encíclica Evangelium vitae, de 1995, Juan Pablo II exponía su causa con toda claridad: «La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida». ¿Qué hacer? El Papa responde con la racionalidad que garantiza la luz de la fe (ya decía Chesterton que, «cuando se ha dejado de creer en Dios, ¡ya se puede creer en cualquier cosa!»), y dice así: «Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia, o a la tentación de autoengaño. A este propósito, resuena categórico el reproche del Profeta: ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad. Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de interrupción del embarazo, que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública».

Juan Pablo II los desenmascara: «Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias», que sin embargo en tantísimos casos siguen ciegas, justamente por estar de espaldas a la fe —ya constata la encíclica Lumen fidei, al comienzo mismo, que sólo quien cree, ve—. Basta con abrirse un resquicio al menos a la luz de la fe, para que la razón empiece a ver y reconozca, con el Beato Juan Pablo II, que «ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento». Ese resquicio abierto, como ha puesto de manifiesto la Marcha a favor de la vida el pasado domingo en París, es sin duda un signo de esperanza. Como lo es, sobre todo, el testimonio vivo de quienes no tienen ciega la conciencia porque han acogido la fe.

Así lo decía el Papa en Evangelium vitae: «No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto…», sencillamente, porque han acogido la Luz, a Aquel que es la Verdad y la Vida, poniendo delante de todos el cumplimiento de sus palabras: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».