Antonio Oteiza: «¿Quién se preocupa hoy de la belleza de Dios?» - Alfa y Omega

Antonio Oteiza: «¿Quién se preocupa hoy de la belleza de Dios?»

Antonio Oteiza es un fraile capuchino de 94 años, pintor, escultor y escritor, que cada mañana contempla la belleza de la creación desde la ventana de su convento, en El Pardo. Antes lo hizo en América Latina, donde fue misionero y donde, por primera vez, se encontró con el hombre sin caretas y con él, la necesidad de crear. Reivindicador de lo bello como modo de entender a Dios, lamenta que en la actualidad el arte haya quedado relegado a lo meramente estético y no a la búsqueda «de la expresión».
El Colegio Mayor Moncloa ha expuesto una serie de sus obras sobre la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, de la que fue coetáneo. Y sus esculturas decoran capillas de todo el mundo

Cristina Sánchez Aguilar
Antonio Oteiza en su taller, en la planta baja del convento de capuchinos de El Pardo. Foto: María Pazos Carretero

Son las diez de la mañana de un frío día de febrero. El calabobos penetra hasta los huesos mientras ascendemos la cuesta que culmina en el convento de los capuchinos, en la madrileña localidad de El Pardo. Todavía no hay nadie haciendo cola para contemplar el Cristo yacente de Gregorio Fernández, aunque a lo lejos vemos acercarse caminando a unas madrugadoras señoras, palo en mano, que culminan su paseo matutino en una visita para ofrecer el día.

—Antonio os espera en el comedor [sale a buscarnos Jesús, superior del convento].

Tomando un café caliente encontramos a Oteiza, elegante pañuelo al cuello, 94 años de envidiable lucidez. Con él no hay medias tintas. Lanza directamente su reflexión, que repite varias veces durante la conversación, con vehemencia y claridad.

—¿Quién se preocupa hoy de la belleza de Dios?

Hermano del escultor Jorge Oteiza, este fraile capuchino y sacerdote comenzó a interesarse por el arte no como herencia familiar, sino como fruto de una necesidad.

Natanael ¡hemos encontrado al Mesías!. Foto: María Pazos Carretero

—Andaba a mis 30 años por Venezuela y era el año del tercer centenario de la llegada de los capuchinos a esa región, donde habían fundado multitud de pueblos. Quise hacerles algún recordatorio, pensé en un monumento y busqué un escultor, pero no lo encontré. Así que lo hice yo mismo. Allí toqué por primera vez el barro, y con la ayuda de un albañil hice un molde. En la necesidad del prójimo, si eres un poco generoso, aparece el deseo de hacer, la creatividad. El otro te estimula para encender tu interior.

Y así fue, con barro venezolano, como comenzó este prolífico artista viajero –ha dado la vuelta al mundo y ha recorrido Iberoamérica de río en río– a buscar la belleza de Dios a través del arte. Del arte sacro.

—¿Cuál es la diferencia entre arte sacro y arte religioso?

—Uno puede hacer arte religioso de insistencia en la figura, en la estética, como sucedió en el Renacimiento o después del Concilio Vaticano II. Esta corriente también se dio en España, porque después de la guerra hubo una gran ausencia de imaginería a causa de la destrucción de iglesias y monasterios. Entonces aparecieron artistas e incluso fábricas que producían gran cantidad de imágenes de escayola de un realismo casi hasta indecente. Pero el arte sacro bebe de un concepto mucho más profundo, purifica el arte religioso.

— ¿En qué sentido?

—El arte sacro se refiere a lo añadido a la figura: su fuerza interior, lo que la distingue, su expresión trascendente [exclama, en exabrupto].

—¿Y cómo se descubre este añadido a la figura?

—Hay que romper lo conocido en un primer golpe de vista. Descubrir su origen sagrado. Lo sacro no puede ser solo apariencia. Desde esta visión crece un discurso que se prolonga hasta asemejarse, hasta intimarse, con un proceso de mística religiosa. Es aquí donde aparece la iluminación, que clarifica el conocimiento. Sin esta iluminación, toda crítica viene a ser dudosa. Arte y mística tienen una misma cercanía con la belleza.

Una de las obras sobre la serie de ‘La Última Cena’. Foto: María Pazos Carretero

Mientras explica el origen de la vocación que ha movido su vida, Oteiza nos lleva a visitar sus obras, que decoran las paredes del convento capuchino. Nos situamos frente a una serie sobre la última cena; trazos desgarrados. Toca los cuadros con emoción.

—Los hice hace 20 años, buscando el misterio. Quería encontrar a Cristo hecho cuerpo. ¿Cómo puede ser eso? Es incomprensible el amor de Dios. Se deja en la Eucaristía, se entrega todo. En la mesa, el cáliz y el pan se engrandecen y los demás se minimizan [resopla cansado. Está cercano al siglo pero vibra mientras explica su creatura].

Antonio se considera un superviviente. Él, y su amigo Vicente Molina, un sacerdote de Osma-Soria «también buscador de lo sacro». Le nombra en varias ocasiones. «Hoy en día estamos en la penuria artística más miserable», añade. «No hay educación en torno a la belleza». Y vuelve a su pregunta. «¿Quién se ocupa hoy de la belleza de Dios?».

—Si te paras a pensar, verás cómo en los seminarios, en las universidades pontificias, hay materias de todo tipo. Pero en casi ninguna se habla de bellas artes. Y te preguntas cómo hablan entonces de Dios, porque Dios es un trípode: es bello, es bueno y es sabio. Se habla de la bondad de Dios, de la sabiduría de Dios, pero no de su belleza.

— ¿Y no hay nadie que demande esa belleza?

— [Se enfada] Lo que te voy a decir ahora sé que no lo vas a sacar, pero tengo que decírtelo. Si hay alguien que lo demanda, lo demanda mal. Por ejemplo, recuerdo un caso en el que para levantar una catedral se buscó al mejor arquitecto. A priori parece lo lógico. Pero esa demanda está mal encaminada, porque se buscó la perfección externa únicamente. Ese arquitecto era ateo, y claro que podía hacer un buen edificio, pero le faltaba entender la belleza de Dios. Aunque esto no es nuevo, ya el provincial de los dominicos de Milán, en torno al año 1500, quiso poner en el refectorio del convento una Última Cena. Buscó al mejor pintor de la época y encontró a Da Vinci. Esta representación, hoy en día, está reproducida en la mayor parte de los comedores de gente piadosa porque es una buena obra, claro. Pero Da Vinci no creía en la Eucaristía. ¿Entonces qué iba a pintar? Cogió un tema bonito, las palabras de Cristo cuando dijo: «Uno de vosotros me va a entregar». Amigos entre un traidor ofrece un ambiente trágico, pero no hay predicación, no hay pasión, no hay grito. Si no eres poeta, no puedes hacer poesía. Igual con el arte sacro.

‘Santificarse en todas las realidades’, sobre la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri. Foto: Opus Dei

Hacia el sancta sanctorum

Seguimos paseando por el convento. Él nos guía, renqueante. Nos encontramos con una serie de obras sobre cartón –«como pintaba, entre otros, Goya. El material más básico, más sencillo»– en torno a la conversación entre Natanael y Felipe que, emocionados, han hallado al Mesías. Seguido nos topamos con otra búsqueda, como él las llama. Esta vez es una meditación sobre el pasaje de san Mateo, donde recuerda que «los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre».

La pequeña capilla de los capuchinos es redonda, y en el centro, el altar. En lo alto, un Cristo resucitado sin corona. «Sale la mano de la cruz y la levanta, ese es el triunfo». Los discípulos alrededor de una mesa decoran el sagrario. Hay huecos en el metal con forma de dedo; el mismo modus operandi con el que él tocó el barro primigenio en Venezuela. Todo empieza y termina en las manos modelando la tierra. Coge mi mano con cariño y me muestra cómo se trabaja el molde.

El fin de fiesta es apoteósico. Una pequeña puerta en el rincón más lejano de la planta baja conduce hasta el sancta sanctorum del artista: su estudio. Botes de pintura, paletas esparcidas, cartones con bocetos por doquier… Nos topamos con el padre Pío. «Soy un misterio para mí mismo», se lee al lado de su imagen.

—En el cartón hay tres manchas, negro, blanco, rojo. Y con ellos, sugiero aquel misterio en el que el padre Pío se creía confuso, vivencias que carecen de forma, pero muy verdaderas.

Coetáneo de Guadalupe Ortiz de Landázuri, Oteiza homenajea en varias obras a la beata con la que compartió el Madrid de los años 40 –la exposición ha estado tres meses en el Colegio Mayor Moncloa–. «Quise recordar aquellos tiempos, las vocaciones, el ambiente… y pinté sobre ella». También san Josemaría o Álvaro del Portillo –ordenado, como él, por Eijo Garay– son objeto de su estudio artístico.

Se despide en la puerta, bastón en mano, con una propuesta: «Ayúdame a crear un grupo de artistas sacros en Madrid. Que no se olvide a Dios bello». Y yo, muy obediente, extiendo aquí su petición.