El Señor sabe bien lo que hace - Alfa y Omega

El Señor sabe bien lo que hace

Ricardo Ruiz de la Serna
Foto: Vatican Media

Esta foto ha tenido poca difusión. El Papa recibió en audiencia el pasado 8 de enero a la señora china que pocos días antes lo había agarrado del brazo. Seguro que recuerdan la escena. Aquí vemos a los dos conversando. Contaba Eva Fernández, mi hermana cofrade en estas páginas y corresponsal en Roma de la Cadena COPE, que «con la ayuda de un traductor, todo se habló». Fue, en sus palabras, «un fin “a lo Francisco”».

Toda esta historia me recordó un pasaje del Evangelio de Lucas (8, 43-48). Jesús había regresado de Gerasa con los apóstoles y «lo recibió la gente porque todos los estaban esperando». Esto era frecuente. Lo buscaban muchos. Imagino cómo debía de ser aquella multitud: los desesperados, los abandonados, los que lo habían probado todo para curarse, pero no habían logrado nada como una mujer que sufría de hemorragias desde hacía doce años y a quien consideraban impura. «Había gastado todo lo que tenía sin haber podido ser curada por ninguno», nos dice Lucas. Quizás fue porque había oído hablar de Jesús. Tal vez pensó que Él… Quién sabe. A fin de cuentas, nada se pierde por ir. A lo mejor Él puede. Dicen que recorre los lugares y cura a la gente. ¿Por qué a mí no? Lucas cuenta que aquella mujer «se acercó por detrás, tocó la orla de su manto y en el acto cesó la hemorragia». La reacción de Jesús fue una pregunta: «¿Quién me ha tocado?». Lo imagino volviendo la cabeza. No sé cómo sería su mirada, pero «la mujer, al verse descubierta, se acercó toda temblorosa y, echándose a sus pies, contó delante de todos por qué lo había tocado y cómo había quedado curada en el acto». Se sintió descubierta y tembló. Insisto en preguntarme ¿cómo sería aquella mirada? Lo ignoramos. Sabemos, eso sí, lo que Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz». Como ella, debió de haber muchos a quienes miró de forma tal que cambió su vida: Zaqueo subido a un sicomoro, Nicodemo en su visita nocturna, el buen ladrón crucificado a quien le fue prometido un lugar en el Paraíso.

Esas miradas del Señor me intrigan. Se suele pensar que debían de ser dulces, como la que lanzó al joven rico, pero yo creo que, otras veces, debía de mirar como el pantocrátor de San Clemente de Tahull o como el resucitado de la anástasis de la iglesia de San Salvador de Cora (Turquía). Poca broma con el Señor del mundo, el Juez definitivo, el Vencedor de la muerte. Mi añorado Aurelio Fernández advertía que, a veces, el Señor levanta el dedo. Lo imagino cuando hablaba de Juan el Bautista e interpelaba a la gente –«¿Qué salisteis a ver en el desierto?»–, o cuando les lanzaba a los apóstoles una de esas preguntas fulminantes: «¿También vosotros queréis marcharos?». Ese «también» es el adjetivo más terrible de todos los tiempos.

Yo nunca he estado en una audiencia con el Papa. Ni siquiera lo he visto de lejos en la plaza de San Pedro. Sin embargo, sospecho que también entre esa multitud que se agolpa hay muchos que han ido ahí como aquella mujer que tocó el manto sangrante, arruinada e impura para todos menos para Dios. Ahí siguen muchedumbres llamando a Jesús, que cura de verdad porque no sana solo el cuerpo, sino también el alma. Ahí siguen los desesperados buscando a Jesús en su Iglesia, a cuyo frente puso Él a un pescador, a un hombre capaz de arrojarse al agua al ver a su maestro o de protegerlo con las armas en la mano a pesar de que Su reino no es de este mundo. Él escogió como piedra para edificar su Iglesia a quien lo negó tres veces, es cierto, pero también a quién cayó a sus pies –«Apártate de mí, Señor, que soy un pecador»–, curó en su nombre en la puerta hermosa del templo –«No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar»– y dio su vida en pos de aquel Maestro que una vez lo llamó junto al mar de Galilea.

El Señor sabe bien lo que hace.