El otro griego universal - Alfa y Omega

El otro griego universal

Javier Alonso Sandoica

Cuarto centenario de la muerte de El Greco, una fecha más que atractiva para ponernos al día con la literatura que ha surgido en torno a su figura. Me pasó que, en una librería de viejo, me encontré con Carta al Greco, escrita por su paisano Niko Kazantzakis, autor de Zorba el griego, Cristo nuevamente crucificado y de una deliciosa biografía de san Francisco de Asís. Tienen razón los que se disponen a comprar un coche nuevo y se leen la letra pequeña de las ofertas, ya que en esa menudencia está la clave del dinero que gastarán. A mí me faltó leer el subtítulo de la obra de Kazantzakis: Itinerario espiritual autobiográfico. Es decir, que El Greco era una mera excusa para que el escritor cuente su vida. Pero la vida de Kazantzakis es apasionante. La sensación general, después de haber hecho ruta con él, es que no quería dejarse alcanzar por Dios, sino conquistarlo, poner en el cielo su solitaria bandera: «¿A quién contaré cuántas veces, al escalar con pies y manos la pendiente de Dios, he resbalado y caído, y cuántas veces me he erguido, cubierto de sangre para volver a trepar?» Y la imagen de la montaña vuelve de forma recurrente: «Si se abre mi corazón, se encontrará una montaña abrupta y un hombre que la escala solo».

¡Pobre Kazantzakis! Le faltó creer en la fe de la Iglesia, que reconoce a Jesucristo como Hijo de Dios. Él pensaba que el Nazareno se parecía a Hércules, cargado de trabajos y heroicidades para llegar hasta los pies de Yahvé. Todo su itinerario es de un dualismo exacerbado entre el cuerpo y el alma, que sirven a señores muy distintos y andan siempre en liza. Él no adquirió jamás la sabiduría de la unidad humana, su vida anduvo siempre escindida. Por eso, le sorprendía aquella anécdota que se cuenta de santa Teresa: Cuando perdiz, perdiz, cuando oración, oración. Le hervían los escrúpulos del cuerpo y sus enigmáticas demandas; por eso arribó a las playas del budismo, para calmar los delirios de su carne. Pero tampoco le satisfizo, ya que en la esencia budista el mundo es apariencia (una red donde hemos sido apresados); de ahí la profunda compasión que todo produce antes de extinguirse en la Nada.

Se marcha a Moscú y se alía con Lenin, así abandona la inacción y la golosina de su pensamiento errático para ayudar a los parias del mundo, pero ni aún así… Su problema, insisto, estuvo en no dejarse alcanzar por Dios. Otro día hablaré de El Greco, lo prometo.