Una propuesta para el cristianismo urbano del siglo XXI - Alfa y Omega

Una primera indicación remite a la dimensión del símbolo y a su fuerza para superar la reducción funcionalista de la organización de la vida en la cultura posmoderna. Para permitir a los individuos perforar –y superar– la capa artificial construida por el omnipresente mundo digital, necesitamos espacios y formas de presencias que sean capaces de reactivar la fuerza primordial de los símbolos fundamentales (luz, agua, tierra). Símbolos capaces de transfigurar la percepción y la experiencia, símbolos performativos, símbolos para realizar algo que antes no existía, y no solo símbolos de algo ya existente y experimentado. Una presencia cristiana urbana debe imaginarse como una serie de acciones y lugares capaces de realizar experiencias que sugieren nuevas lecturas de nuestras propias experiencias y representaciones. El sentido de lo sagrado típico de la experiencia religiosa ha de asumirse y orientarse para que impulse, en las personas que habitan estas acciones y lugares –o que solamente los atraviesan–, la percepción de una dimensión escondida que estructura la vida. Se trata de dar cuerpo a la intuición sobre la sacramentalidad de la experiencia cristiana, y de dar cuerpo a esta intuición en el contexto de los espacios urbanos.

Una segunda indicación remite a la búsqueda de un origen y de una trascendencia que está inscrita en toda persona humana. Normalmente la codificamos en la cultura cristiana como la búsqueda y la necesidad de Dios, la necesidad de una justa relación con Él. En una cultura que, habiendo expulsado la cuestión de Dios, ha convertido los excesos (esoterismo y fundamentalismo) en el lugar de presencia de esta pregunta, necesitamos espacios, acciones y asambleas que permitan redescubrir su naturalidad, aprendiendo a reconocer la falta y la excedencia como las formas naturales en la que hacer experiencia de sí mismo y descubrir la presencia de Dios. El cristianismo ha sido capaz de habitar este espacio antropológico, a través de los edificios que la historia nos entrega (iglesias pero también oratorios, lugares de hospitalidad y acogida, de estudio y formación, de oración…): rehabilitarlos, reutilizar sus códigos simbólicos escritos, volver a narrar no solo y no tanto verbalmente la experiencia de un Dios que no es indiferente al hombre, que lo ha buscado, que se le ha hecho cercano, que se ha encarnado, es realmente una experiencia que hace bien no solo a quién se reconoce como cristiano, sino a todo hombre y mujer, también a los que pertenecen a otras religiones.

En esta perspectiva podemos ahora percibir una tercera indicación de presencia cristiana en la sociedad posmoderna: la necesaria dimensión generativa, la capacidad de generar modos diversos de estar juntos. Los lugares y los ritos cristianos –pero también las otras acciones que las instituciones cristianas realizan en los territorios urbanos– son normalmente espacios en los que se vive la experiencia de ser recogidos y unificados. El don de llegar a ser uno, un pueblo no uniforme sino sinfónico, capaz de unidad en la riqueza y valoración de la singularidad, es realmente un rasgo que la experiencia religiosa siempre realiza a través de sus espacios y sus acciones. Hay que subrayarlo en esta época de individualismo tanto padecido como ostentado y, en definitiva, de soledad. Hay que recordar a todos que el fundamento de nuestra esperanza es el designio de Dios de reunir a todos los pueblos en uno. Ahí se encuentra la fuente del sentido de nuestra existencia y su fin.

Una última indicación. Las formas que el cristianismo urbano asume deben de ser capaces de transmitir una ética, códigos de conducta. Las presencias estables e instituidas –solidificadas también en edificios sagrados que narran la historia que los ha generado– tienen la posibilidad innata de despertar en quién las atraviesa un código de conducta. Saben suscitar preguntas éticas, saben activar, incluso sin necesidad de moniciones verbales, reflexiones y exámenes de conciencia. El cristianismo urbano debe facilitar experiencias capaces de enseñar valores que se comunican como mandamientos, leyes de vida, custodios de la bondad de la experiencia de Dios y entre nosotros; debe estimular preguntas, emociones, representaciones del mundo y del sentido de la vida que son realmente capaces de modificar la conducta, de acompañar a la conversión.

Monseñor Luca Bressan
Profesor de la Facoltà Teologica dell’Italia Settentrionale y vicario episcopal para la Cultura, la Caridad, la Misión y la Acción Social de la archidiócesis de Milán. Interviene en las III Jornadas de Actualización Pastoral para Sacerdotes organizadas por el Arzobispado de Madrid