Entre el dolor y la esperanza - Alfa y Omega

Hace unos días, superando mis reticencias por la dureza de sus imágenes, volví a ver Johnny cogió su fusil, la película de Dalton Trumbo, realizada pocos años antes de su muerte y basada en una novela escrita por él mismo al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Entre todas las escenas de esta historia angustiosa hay una que siempre me ha impresionado con especial virulencia. Cuando el protagonista ha conseguido comunicarse con los médicos y les suplica que le maten para acabar con su existencia reducida a su propia mente, que da una dolorosa conciencia a su cuerpo devastado, el oficial médico le exige a un sacerdote que aconseje al joven desesperado la resignación ante los designios divinos. El capellán militar responde, besando su cruz: «Rezaré por él durante el resto de mi vida, pero no pondré a prueba su fe con una estupidez semejante». «¿Y usted se llama a sí mismo sacerdote?» –le dice el oficial, con una sonrisa irónica en los labios–. «Esto es resultado de su trabajo, no del mío», contesta rápido y contundente el cura, aterrado ante un espectáculo de desesperación que solo le permite buscar refugio afectivo abrazándose a la imagen de Jesús.

He meditado mucho sobre este cruce de palabras, porque no se refieren solamente a la decisión de un hombre de acabar con su vida, sino también al significado que para los cristianos debe tener el dolor. Nosotros hemos de dar un sentido profundo a la felicidad, insertándola en un proyecto de vida que le proporcione la amplitud y hondura propias de nuestra fe. Este magisterio es importante en un mundo que puede aletargarse moralmente en los paraísos artificiales de la abundancia sin fraternidad o del gozo sin rectitud. Pero es aún más urgente que dispongamos de una respuesta franca y valerosa al sentido del dolor en el mundo.

A menudo, pensamos que quienes sufren son más dignos del Reino de los Cielos por padecer un dolor con el que Dios pone a prueba a sus criaturas para demostrar la firmeza de su fe. Una mala lectura del Antiguo Testamento nos ha inducido a sospechar falsamente que el sufrimiento es un dispositivo de purificación, como si al Creador pudiera complacerle la humillación y el ultraje de sus hijos. Nuestros padecimientos son la constatación de nuestra vida imperfecta y perecedera, pero nunca el precio que pagar por el amor de Dios, que nos lo da siempre a cambio de nada. Al contrario, se pone a nuestro lado y nos consuela de nuestra imperfección con la vida que promete y con el espíritu que nos permite saber que no somos simple materia doliente.

Jesús aceptó morir como parte de la Encarnación, porque solo la muerte idéntica a la de los hombres podía preceder a la Resurrección, el núcleo fundamental de la promesa cristiana. Los mártires entregaron su vida a los verdugos porque aquella tortura les era dada sin más opción que renegar de su fe y, por tanto, del significado de toda su existencia. Ofreciendo a Dios su sacrificio no despreciaron su vida ni convirtieron el sufrimiento en una ofrenda pagana. El martirio fue aceptado con la alegría de haber preservado el mensaje evangélico ante la tiranía y la persecución, pero sin la debilidad moral de exaltar la destrucción de la propia vida o de considerarla un medio necesario para sentirse en contacto más íntimo con el Creador.

El Dios en el que creo es el que se impuso un solo límite en su relación con el hombre: el de nuestra libertad. Esa, y no otras, es la prueba constante a la que estamos sometidos en virtud de nuestra condición. El hombre afirma su vida como ser natural y ser histórico. Y ambos espacios son los que pueden procurarnos el sufrimiento, del mismo modo que nos otorgan nuestra realización beneficiosa. Nuestra condición orgánica lleva impreso el signo de la muerte física. Nuestra condición histórica arrastra situaciones que han sido desastrosas para nuestra supervivencia moral. Frente a la historia, afirmamos nuestra voluntad y la fortaleza de nuestros principios. Frente a la carne, hemos de manifestar la fuerza del espíritu y la confianza en la vida eterna.

¿Qué sentido hemos de dar al dolor? Padeciéndolo en lo más hondo de nuestra fe, hemos de verlo como ocasión de pulsar nuestra humildad de frágiles individuos de carne y hueso, pero rescatados de la desesperación del animal por la plegaria que Dios parece pronunciar en nuestros labios, otorgándonos la calidez de su presencia y el abrazo de su misericordia. Hemos de verlo como oportunidad para mejorar nuestra compasión y nuestro amor, pues quien enferma constituye una comunidad consciente y fraterna con todos los que sufren. Hemos de sentirlo como ejercicio del espíritu, fortalecimiento del alma inmortal, que observa con serenidad su envoltura mundana y canaliza el sufrimiento.

La resignación, a la que tanto se apela en los momentos de dolor, no es pasividad, ni humillación, ni pecaminoso desprecio del bienestar material, de la salud y, en general, de cualquiera de los dones de nuestra existencia en la tierra. La resignación es afirmación de la vida y, por tanto, conciencia de su fragilidad natural e histórica, pero también del inmenso privilegio que nos concede nuestra fe: la promesa de la eternidad, la esperanza y la dicha de vivir siempre, incluso en las horas de sufrimiento, bajo la luz inagotable de la redención.