No somos simples francotiradores - Alfa y Omega

Acaba de llegarme el logotipo del proyecto pastoral para el 2020 de los agustinos recoletos, orden a la que tengo el gusto de pertenecer. Y me ha encantado. En él se nos invita a ser profetas del Reino. Y serlo con los pobres, en las periferias, con los oprimidos… Ser profeta no es fácil, porque muy poquitos de los que se tomaron la tarea de serlo en serio han muerto de muerte natural. Ser profeta implica recordar, con tu propia vida, que Dios sigue esperando, sigue creyendo en su pueblo porque lo sigue amando con locura. Y, sobre todo, me compromete a ser eco de las injusticias cometidas, vengan de donde vengan. Por supuesto que no es fácil. Siempre es más cómodo vivir anestesiados en nuestra zona de confort.

Aquí, en El Paso, toda opción preferencial por los pobres pasa por el compromiso con los inmigrantes. Ellos son los perseguidos, los humillados… Nuestro trabajo pastoral en la frontera tiene como denominación de origen Agustino Recoleto. Nuestra presencia intenta materializar la misión que como orden hemos aceptado, la de atender a los más pobres. Sin la Iglesia y la orden religiosa en la que servimos, se asfixiaría nuestro sentido de pertenencia y nos convertiríamos en simples francotiradores envueltos en un activismo frenético y sin sentido.

Gracias a Dios, son muchos los que han entendido que cuidar del forastero debe estar en el ADN de todo aquel que se considere cristiano. No tengo derecho a defender un discurso provida si esta defensa no abarca todas las etapas de la vida del ser humano. «Desde la concepción hasta la muerte natural», proclamaba hace unos días el presidente Donald Trump.

La cuestión es si para poseer ese derecho no es necesario pertenecer a una etnia determinada, ser de un partido político determinado, o poseer unas creencias determinadas. Lo digo porque en este rincón del mundo en el que ahora me toca vivir, cada vez es más difícil que los que son perseguidos y explotados puedan despertar un día viendo que su sueño se hizo realidad.

Debo terminar, me llaman porque a una familia de padre, madre y niño de 6 años –venían desde México D. F. en autobús para asistir a la corte que revisa su petición de asilo–, les han quitado todo su dinero en un control policial antes de cruzar, con amenaza de detenerlos si no accedían a entregarlo.

Dan ganas de decir como Mafalda, «que paren el mundo que yo me bajo». Eso, o correr a auxiliar a esa familia y convencerles de que Dios los sigue queriendo. Opto por lo segundo.