Bruckner en Madrid - Alfa y Omega

Bruckner en Madrid

Javier Alonso Sandoica

La semana pasada anduvo por nuestro país la prestigiosísima Royal Concertgebouw Orchestra, y a su frente Mariss Jansons. El programa era muy atractivo, Muerte y transfiguración, de Strauss, y la famosísima Séptima, de Bruckner, una música que ha sonado de fondo en un millar de películas, como en Senso, de Visconti. Todos los periodistas, cuando entrevistan al célebre director de Riga, le preguntan por su estado de salud, algo que le debe desquiciar, porque es como si no hubieras hecho otra cosa en la vida que estar enfermo. En 1996, estaba dirigiendo el último acto de La Bohème, y le dio un infarto fulminante, aunque siguió dirigiendo desde el suelo. Jansons fue asistente de Karajan y es un intocable de la música, todos le tienen veneración. Dirige con sobriedad, no es atildado y cuida los pasajes de los grandes maestros como si fueran hijos criados a sus pechos.

En la rueda de prensa previa al concierto, dijo que el espíritu debería estar mucho más en armonía con lo material, pero no es precisamente lo que está pasando en nuestro tiempo: «Nos falta esa armonía entre ambos lados del ser humano, en nuestro tiempo hemos perdido el contacto con el alma».

Dirigió a Bruckner maravillosamente, excepto en su segundo movimiento, el célebre Adagio, que lo transmutó en un inesperado Allegro, privándole de su enigmática intensidad y regalándole una gélida capa de escarcha que la música no merecía.

La personalidad de Anton Bruckner es de un interés mayúsculo para el melómano. Era un hombre de una profunda espiritualidad, un católico convencido que invitaba a sus alumnos a rezar el ángelus a las 12 del mediodía, en plena clase. Un artista inseguro de su arte, pero un genio. La Novena sinfonía, lamentablemente inconclusa, se la dedicó a Dios; y no puedo privarme de recomendar al lector la escucha de su tercer movimiento si quiere intuir, desde esta noche oscura, acentos del más allá.

Sienta mal que Hitler fuera devoto de Bruckner –quiso incluso convertir su ciudad natal en lugar de peregrinación–. Bueno, ya lo es, pero no por dictados ideológicos, sino porque en Bruckner hay apuntes misteriosos de lo divino.