La sucesión apostólica - Alfa y Omega

La sucesión apostólica

«Mediante la sucesión apostólica es Cristo mismo quien llega a nosotros»: estas palabras de Benedicto XVI, de mayo de 2006, las recuerda en esta página monseñor Martínez Camino, que ilumina el gesto de su renuncia, «prácticamente único en la Historia», y nos ayuda a «aprovechar esta ocasión para mirarlo con los ojos de la fe»

Juan Antonio Martínez Camino
Benedicto XVI ora ante el altar de la basílica de San Pedro que guarda los restos mortales de su predecesor

El anuncio de la renuncia del Papa se convirtió, la semana pasada, en la noticia de más alcance en todo el mundo. Es comprensible, porque, aunque se trata de algo previsto con toda normalidad por el derecho de la Iglesia, sin embargo el gesto de Benedicto XVI es prácticamente único en la Historia. Todavía es pronto para poder evaluar bien su trascendencia. En cambio, es bueno aprovechar esta ocasión magnífica para mirar con los ojos de la fe lo que sucede cuando la sede de Pedro queda vacante y se procede a la elección de un nuevo Papa. El mismo Benedicto XVI nos ha dejado unas catequesis, impartidas en 2006, que sintetizan de algún modo su amplísima obra teológica acerca de la apostolicidad de la Iglesia y que nos ayudan a comprender mejor lo que significa el ministerio de Pedro y de los obispos para la Iglesia y para el mundo. Trazo a continuación algunos rasgos del pensamiento a este respecto del teólogo Joseph Ratzinger y del Papa a quien estamos a punto de despedir con tanta pena.

Ciertamente, los Papas pasan y la Iglesia permanece. Pero sin Papa no puede haber Iglesia. Y sin la Iglesia no sería posible la presencia viva de Jesucristo en el mundo. Éste es un dato de fe al que la teología dedica muchas páginas. Pero es también un dato de nuestra experiencia. Basta que pensemos un poco dónde se halla la razón de que Jesucristo sea el Señor de nuestra vida; dónde hemos recibido el perdón, por su sangre; dónde se alimenta la esperanza que sostiene nuestra existencia; dónde esperamos que un día nuestra muerte se unirá a la de Cristo para que su resurrección salga vencedora en nosotros. ¿Dónde ha acontecido, acontece y acontecerá todo esto? ¿Acaso en una biblioteca llena de libros sobre el Jesús histórico o incluso de buena cristología? ¿Tal vez en documentales sobre los últimos descubrimientos arqueológicos acerca de los lugares bíblicos? No. El encuentro con Jesucristo como salvador vivo hoy para nosotros ha tenido y tiene lugar en la Iglesia: esa comunidad que es el cuerpo de Cristo en la Historia.

Al teólogo Ratzinger le ha preocupado siempre mucho algo que también el Papa Benedicto XVI ha iluminado con su brillante magisterio; la última vez, bien recientemente, en su alocución sin papeles al clero de Roma la semana pasada. Es algo muy fundamental, sobre todo hoy, en un mundo tan olvidado de Dios: ¿cómo conocemos verdaderamente al Dios vivo, que nos salva? Todo su magisterio puede leerse como una respuesta a esta pregunta. Pocos como el Papa han puesto de relieve con tanto énfasis y acierto que la razón humana abre el camino del conocimiento de Dios. Una razón sin censuras, verdaderamente abierta a todas sus posibilidades, puede conocer a Dios como para poner al ser humano en el camino del conocimiento más pleno del Dios vivo que se recibe por la fe. Pero el conocimiento del Dios vivo no se da plenamente sin el encuentro personal con Él allí donde Él mismo sale a nuestro paso, es decir, en Jesucristo. Por eso, el cristianismo no es simplemente un platonismo para el pueblo, es decir, un medio de conocimiento de Dios para el común de los mortales que no quieren o no pueden filosofar, estrujar a fondo y con sistema su razón. No. Tampoco quien pueda y quiera hacer esto último será sólo con eso capaz de un conocimiento vivo y pleno de Dios. Aunque para el mundo pueda sonar un poco escandaloso, el cristianismo es, por el contrario, la verdadera filosofía, es decir, el camino imprescindible para un conocimiento de Dios real y, por tanto, salvador. Porque allí es Dios mismo, en Jesucristo, quien ha venido realmente al encuentro del hombre.

Sede de Roma, garantía de la fe apostólica

Jesucristo, siendo el Hijo eterno de Dios, es la Palabra divina, es decir, también la automanifestación suprema de Dios en el modo y el lenguaje de los hombres. Él es la Palabra de Dios en persona. En la Sagrada Escritura están auténticamente consignadas las palabras que hablan en realidad sólo de aquella Palabra eterna. Por eso, y sólo por eso, es también ella Palabra de Dios, como mediación santa del encuentro auténtico con Cristo. Pero un libro, por santo que sea, no puede garantizar por sí solo la autenticidad de ese encuentro. Son también necesarios los testigos; es necesaria la comunión humano-divina en la que Cristo mismo se hace contemporáneo del lector de la Biblia, o también, de otro modo, de quien simplemente hace un uso correcto de su razón. Esos testigos, fundamento de la comunión de la Iglesia son los apóstoles, los enviados del Señor.

Benedicto XVI terminaba como sigue su catequesis del 10 de mayo de 2006: «Así pues, mediante la sucesión apostólica es Cristo mismo quien llega a nosotros: en la palabra de los apóstoles y de sus sucesores es Él quien nos habla; mediante sus manos es Él quien actúa en los sacramentos; en la mirada de ellos es su mirada la que nos envuelve y nos hace sentir amados, acogidos en el corazón de Dios».

El sucesor de Pedro en la sede de Roma, «la Iglesia más grande, más antigua y más conocida de todos –dice el Papa citando a san Ireneo– es signo, criterio y garantía de la transmisión ininterrumpida de la fe apostólica». Ésta, por su parte, es condición del conocimiento real del Dios vivo. Asistimos, pues, en estos días, a unos acontecimientos de la mayor trascendencia no sólo para la Iglesia, sino para la Humanidad entera.

Es, pues, muy comprensible que la renuncia del Papa haya suscitado tan gran atención mundial: porque nos pone delante de un momento especialísimo de la sucesión apostólica. Muchos ni siquiera se lo imaginarán. Además, también hay otras razones de orden histórico. Pero los ojos de la fe ven más allá.