Benedicto XVI, el Papa de la Palabra - Alfa y Omega

Benedicto XVI, el Papa de la Palabra

El Papa de la Palabra, sí. «Lo escribo con mayúsculas –dice monseñor Franco– porque me refiero sobre todo a la Palabra de Dios»; pero también lo es «de la palabra humana, por la maestría al servirse de ella», en su voz de maestro y pastor, y en su pluma magistral

César Augusto Franco Martínez
El Papa bendice con el libro de los evangelios en la Misa de clausura del último Sínodo de los Obispos, el pasado octubre

Benedicto XVI puede ser considerado como el Papa de la Palabra. Lo escribo con mayúsculas porque me refiero sobre todo a la Palabra de Dios; también de la palabra humana, por la maestría al servirse de ella en su quehacer teológico, enseñanza y predicación. Todos somos testigos de cómo se aferra a la Palabra de Dios, según quiere el Concilio Vaticano II, para hacer sus homilías y catequesis, e incluso para interpretar los signos de los tiempos y hasta su propia vida, como en el caso de su marcha a Roma como Prefecto de la Fe. El Salmo 72, 22-23, y el comentario que hace de él san Agustín, le ayudaron para aceptar la llamada del Papa y decirle a Dios cómo se veía: «como un animal de tiro está ante ti y, precisamente por eso, estoy contigo». El esperaba el momento, como el oso de Corbiniano, fundador de la diócesis de Frisinga, de dejar la carga y retornar a su patria. La elección a la sede de Pedro truncó sus expectativas; ahora, sin dejar de estar asido a Cristo y a su Palabra, deja la carga y orará por la Iglesia junto a la tumba de Pedro, en Roma, su amada diócesis, escondido para el mundo.

En su pequeña autobiografía, titulada Mi vida, nos da la clave de su pasión por la Escritura: «Para mí, la exégesis ha seguido siendo siempre el centro de mi trabajo teológico». Si su teología es viva, fresca y sabrosa, si es capaz de conducir a la oración, si consuela y conforta el alma y aviva el gusto por el estudio y la sabiduría es porque se nutre de la Palabra eterna e inmutable de Dios, manantial que salta hasta la vida eterna. En su servicio a la sede de Pedro ha insistido, tras las huellas del Vaticano II, en situar la Sagrada Escritura en el centro de la Tradición viva de la Iglesia. En su despedida al clero romano, donde ha desgranado sus recuerdos del desarrollo del Concilio, se ha referido a la batalla pluridimensional por situar la Escritura en la Tradición viva de la Iglesia para evitar que se convirtiera en un mero libro abierto a diversas interpretaciones que no ofrece una claridad última. «La Escritura –les decía– es la Palabra de Dios y la Iglesia está bajo la Escritura, obedece a la Palabra de Dios, y no está por encima de la Escritura. Y sin embargo, la Escritura es Escritura solamente porque la Iglesia viva es su sujeto vivo; sin el sujeto vivo de la Iglesia, la Escritura es sólo un libro».

El Concilio, y Benedicto XVI tras él, ayudaron a que la exégesis centrara más su cometido al servicio de la Escritura, leída en y por la Iglesia, de manera que sólo en la comunión de la Iglesia viva se pueda leer y comprender la Escritura como «Palabra de Dios, como Palabra que nos guía en la vida y en la muerte». Frente a determinadas lecturas de la Escritura que se realizaban más en la Sorbona que en la Iglesia, según decía F. Dreyfus, el Concilio y el magisterio posterior de los Papas ha impedido que la Escritura quedara fuera de su ámbito propio en el que nació, la Iglesia viva. Para ello era preciso clarificar la relación entre la Escritura y la Tradición, temas a los que el teólogo Ratzinger había dedicado su atención y que explican la claridad de sus palabras a los sacerdotes de Roma para mostrar «la indispensabilidad, la necesidad de la Iglesia, y comprender así qué quiere decir Tradición, el Cuerpo vivo en el que vive desde los inicios esta Palabra y del que recibe su luz, en el que ha nacido».

Evangelios: historia verdadera

También el interés y el tesón de Benedicto XVI por entregarnos su Jesús de Nazaret tiene mucho que ver con el afán de que la persona misma de Jesús no quedara fuera de la Iglesia, riesgo al que podía conducir una exégesis crítico-liberal cargada de prejuicios antidogmáticos, que en los últimos tiempos nos ha ofrecido imágenes dispares, antagónicas e irreconciliables de Jesús, según la propia subjetividad de sus autores. Benedicto XVI no es, en sentido estricto, un exegeta; tampoco se puede decir que desconozca los métodos exegéticos y los use sin competencia científica. Es claro, sin embargo, que su pretensión, al escribir el libro sobre Jesús, ha sido mostrar que el Jesús de los evangelios es el Jesús real, el que existió y confiesa la Iglesia como Hijo de Dios, eterno y encarnado en el tiempo, el que murió bajo Poncio Pilato y resucitó del sepulcro, el que vendrá un día al final de la Historia. Es decir, el Jesús del Credo. El deja muy claro, con la honestidad y humildad que siempre le han caracterizado, que su libro no es infalible, no es un libro de enseñanza magisterial, en el que comprometa su oficio de Pastor universal de la Iglesia, pero le estaremos siempre agradecidos por su obra, que, en la línea del Concilio sobre la Escritura, nos permite leer los evangelios en la Iglesia con la conciencia clara y cierta de que narran la historia verdadera de Jesús Nazaret.

El Papa de la Palabra luminosa, clara y seductora, amplia como los horizontes de su visión teológica y de su ministerio como sucesor de Pedro nos ha atado a todos un poco más a la Palabra de Dios. Los jóvenes y hasta los más sencillos de nuestro pueblo entendían sus homilías y catequesis y le escuchaban con atención y agrado, porque, sin duda, veían en él un Maestro indiscutible de nuestro tiempo, que, como se dice del profeta Samuel, no dejaba que ninguna de las palabras que Dios le dirigía, cayera al suelo.