La explosión que llenó de vida - Alfa y Omega

¡Ven Espíritu Santo, llena nuestros corazones! ¡Qué alegría produce contemplar la fe de la Iglesia en el Espíritu Santo! En el Credo decimos todos los cristianos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Estas palabras las ha recibido la Iglesia de la fuente misma de su fe, Jesucristo Nuestro Señor. Retornemos a la experiencia de Pentecostés, aquél momento en el que los discípulos, después de la Ascensión del Señor a los cielos, vuelven a Jerusalén y se reúnen en una estancia todos los apóstoles y algunas mujeres, entre ellas la madre de Jesús. Nos dice el Libro de los Hechos de los Apóstoles que «todos ellos perseveraron unánimes en la oración». El acontecimiento fue de tal calado que Pedro tomó la palabra en nombre de todos los Apóstoles para decir: «No es, como vosotros suponéis, que estos estén borrachos… sino que ocurre lo que había dicho el profeta Joel… derramaré mi Espíritu… obraré prodigios… signos…». Fue en aquella estancia donde se produjo esa explosión de fuerza, de amor, de vida y «se llenaron todos del Espíritu Santo» (cfr. 1, 12-14 y 2, 11-21). Estamos llamados continuamente, también en este momento de la historia, por la fe siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo, que es dador de vida, fuente suprema de unidad, de gracia y de fuerza para ser testigos valientes de Jesucristo.

Jesucristo nos envía el Espíritu Santo para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra maravillosa de la Buena Nueva de salvación. ¡Qué palabras pueden ser más clarificadoras que las que nos vienen del mismo Señor cuando nos dice: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo he dicho» (cfr. Jn 14, 16). Esa explosión que llega a esta tierra, realizada por el mismo Señor, que nos envió el Espíritu Santo, será siempre el consolador de la Iglesia, presente en medio de ella pero invisible. Él es el maestro de la misma noticia que Cristo anunció. Tienen una belleza singular las palabras: «Os lo enseñará y os recordará». La belleza está precisamente en que es Él quien inspirará siempre la predicación del Evangelio y nos ayudará a entender el significado del mensaje de Jesucristo. El Espíritu Santo mantiene viva en la Iglesia la misma verdad que escucharon, oyeron y vieron los Apóstoles en su Maestro, Jesucristo.

Tenemos que escuchar siempre a Jesús, que presenta al Espíritu Santo así: «Os guiará hasta la verdad completa». ¿Qué quiere decirnos con estas palabras? Que la verdad completa, además del escándalo de la Cruz, es todo lo que Cristo hizo y enseñó. El Espíritu Santo es el guía supremo del hombre y va a ser quien dé la luz verdadera en cada situación y momento, porque el Señor nunca abandona al hombre. Es necesario que recordemos siempre que la suprema y completa autorrevelación de Dios, que se realiza en Cristo y es atestiguada por la predicación de los Apóstoles, se sigue manifestando en la Iglesia mediante la misión del Espíritu Santo. ¡Que expresión más maravillosa es la que utiliza el concilio Vaticano II! Nos habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés como la manifestación definitiva de lo que había realizado en el Cenáculo cuando, acercándose a los apóstoles, el resucitado les dice: «Recibid el Espíritu Santo». En el Cenáculo estaban las puertas cerradas. En Pentecostés se abren las puertas y los apóstoles se dirigen a todos los hombres. Comienza la era de la Iglesia.

Quienes formamos la Iglesia sabemos que somos guiados por el Espíritu Santo en este peregrinar por el mundo. Hemos recibido la buena noticia que es Cristo para comunicarla. En este sentido, nos hemos de sentir solidarios con todos los hombres y con su historia, hemos de acercarnos a todos para hacer posible que conozcan el verdadero rostro de Dios y del hombre, que se ha manifestado en Jesucristo y que se sigue regalando a los hombres por el Espíritu Santo. Cristo vino al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo. Es el Espíritu Santo en nosotros quien tiene que convencer al mundo de que Cristo ha roto el poder del mal, lo ha destruido. El Espíritu Santo conoce la realidad originaria del pecado, causado por el padre de la mentira. El pecado consiste en la mentira y el rechazo del don del amor. El Espíritu Santo nos ofrece y nos da la verdad y el amor, que han tenido su revelación plena en Jesucristo y que nos lo va dando a conocer el Espíritu Santo. Él tiene que convencer en lo referente al pecado. Y nadie puede convencer al mundo y a la conciencia humana sino el Espíritu Santo de la verdad. Es el Espíritu Santo el que sondea hasta las profundidades de Dios. Y es que, ante el misterio del pecado, hay que ir hasta esas profundidades. Y, como sucede el día de Pentecostés, convencer al mundo del pecado de la muerte de Cristo, demostrando su relación con la Cruz de Cristo.

La era de la Iglesia

La era de la Iglesia ha comenzado. Empezó con la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, verificándose entonces con toda su fuerza y evidencia todo lo que habían dicho las promesas y las profecías. Desde el primer momento de su existencia, la Iglesia habla todas las lenguas y vive en todas las culturas. No destruye nada de los dones diversos, de los carismas distintos. Lo reúne todo en una nueva y gran unidad. Es el Espíritu Santo, la caridad eterna, quien une a todos los hombres dispersos, creando la comunidad, la Iglesia extendida por toda la tierra. Los Apóstoles, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron capaces e idóneos para realizar la misión que les había confiado Jesucristo, y llenos de fortaleza atravesaron el mundo conocido entonces para anunciar al Señor, hasta dar la vida por Él. La gracia de Pentecostés se perpetúa en la Iglesia. El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles. Guía a la Iglesia. La unifica en comunión y ministerio. La provee y gobierna con la verdadera belleza. La rejuvenece, la renueva y la conduce. La Constitución conciliar Lumen gentium así nos lo dice: «Piensa de la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos» (GS 41). La explosión que es en nuestra historia la Iglesia fundada por Cristo, que se mueve con la fuerza del Espíritu Santo, nos lo dice San Agustín: «Quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él». Y se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien garantiza el don duradero? Y llega a esta conclusión: «El Espíritu Santo nos hace vivir en Dios y Dios en nosotros; pero es el amor el que causa esto. El espíritu Santo. Por tanto, es Dios como amor» (San Agustín: De Trinitate 15, 17, 31). El amor es el signo de la presencia del Espíritu Santo.