A la luz de Cristo - Alfa y Omega

A la luz de Cristo

Alfa y Omega

«En los momentos decisivos de la vida, pero, bien mirado, en todo momento, estamos frente a una encrucijada: ¿queremos seguir al yo, o a Dios? ¿El interés individual, o el verdadero Bien, lo que es realmente bien?»: son palabras de Benedicto XVI en el rezo del ángelus del pasado domingo, el primero de la Cuaresma de este Año de la fe, que «es un tiempo favorable –dijo el Papa– para redescubrir la fe en Dios como criterio-base de nuestra vida y de la vida de la Iglesia». Y no otra cosa que la fe, la adhesión plena de mente y corazón, de todo el ser y del obrar a Cristo, está en la raíz de su gesto, grandioso en su profunda humildad, de renuncia al ministerio de sucesor de Pedro, en total sintonía con sus primeras palabras a los cardenales que lo eligieron, en la misma Capilla Sixtina: «Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su misión es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no su propia luz, sino la de Cristo».

También en la Capilla Sixtina tuvo lugar un encuentro en el que Benedicto XVI, siempre con palabras llenas de la claridad y la belleza de la fe, se dirigía a los artistas, el 21 de noviembre de 2009, décimo aniversario de la Carta de su predecesor «a los que, con apasionada entrega, buscan nuevas epifanías de la belleza para ofrecerlas al mundo a través de la creación artística», y de nuevo no exhibía su resplandor, sino el de Cristo: «La belleza –les dijo–, precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en camino hacia el Trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios». Palabras que resonaban como un eco de aquella Carta a los artistas de Juan Pablo II: «Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia necesita del arte. Debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios». Él nos ha creado, y a Él somos llamados, y Su luz es la única Luz. Fuera de Él, si no es Él quien resplandece, si no es a Él a quien mostramos, no puede haber más que tinieblas. He ahí ese criterio-base de nuestra vida y de la vida de la Iglesia –en expresión de Benedicto XVI– que está a la raíz del gesto humilde, a imagen del mismo Cristo, de su renuncia, la fe en Dios.

¡Qué distinto el final de pontificado de uno y otro Papa! ¡Y qué idéntico! ¿Acaso no es el mismo rostro de Cristo el que nos mostraba en su postración Juan Pablo II y el que hoy, con su humilde ocultamiento, nos muestra Benedicto XVI? ¿Acaso no han seguido los dos al Maestro en el núcleo mismo de su enseñanza: «Aprended de Mí –no que soy poderoso y grande, no–, ¡que soy manso y humilde de corazón!»? ¿Y no hemos de aprenderlo todos?

Se acaban de entregar los Premios Alfa y Omega de Cine, y desde su mismo inicio, hace dieciocho años, no han buscado más que seguir ese criterio-base, sacando a la luz justamente eso, ¡la Luz!, que es Cristo, ahí donde se atisba al menos un resplandor, por pequeño que sea, precisamente para que no se apague, y pueda brillar más y más. En el Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de 1995, año precisamente del centenario del Cine, Juan Pablo II seguía bien claramente este criterio-base al decir que, «el cine, con sus múltiples potencialidades, puede convertirse en valioso instrumento para la evangelización. La Iglesia exhorta a los directores, a los cineastas y a los que, en todos los niveles profesándose cristianos, trabajan en el complejo y heterogéneo mundo del cine, a actuar de forma plenamente coherente con su fe, tomando valerosamente iniciativas incluso en el campo de la producción para hacer cada vez más presente en ese mundo, a través de su labor profesional, el mensaje cristiano que es para todo hombre mensaje de salvación».

Es artista el apasionado por la belleza, y así busca lo infinito, aspira, aun sin saberlo, a la Belleza misma que es Cristo. «El Juicio universal, que podéis ver majestuoso a mis espaldas -les decía Benedicto XVI a los artistas, en su encuentro de noviembre de 2009 en la Sixtina: lo evoca la foto que ilustra este comentario-, recuerda que la historia de la Humanidad es movimiento y ascensión, es tensión inexhausta hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre supera el presente mientras lo cruza». Pero no se queda ahí el Papa: «Con su dramatismo -les añadió-, este fresco también nos pone a la vista el peligro de la caída definitiva del hombre, una amenaza que se cierne sobre la Humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas del mal». El mal se identifica con la búsqueda de la propia luz, está en las antípodas de la humildad, que son las tinieblas que atenazan al mundo y a quienes se ponen de espaldas a la Luz verdadera, a Cristo, manso y humilde de corazón.