La alegría cristiana - Alfa y Omega

La alegría cristiana

Cuarto domingo de Cuaresma

José Rico Pavés
‘Regreso del hijo pródigo’ (detalle). Anónimo. Museo de arte bíblico, Nueva York

La conversión es disposición para recuperar la alegría perdida. Al llegar al cuarto Domingo de Cuaresma, un grito de júbilo se abre paso en la Liturgia: Festejad a Jerusalén, gozad con ella, alegraos de su alegría (Is 66, 10). La sobriedad del camino cuaresmal está sostenida por la promesa de una alegría que se puede ya experimentar de forma anticipada. El salmo penitencial por excelencia recoge el lamento por el gozo malgastado y clama al único que puede vencer la tristeza: Hazme oír el gozo y la alegría (Sal 50, 10). La alegría puede ser oída: llega con la Buena Nueva, se transmite con la Palabra, se acoge con la fe, se experimenta en el corazón, se construye con el amor de las obras y se expresa en el rostro del ungido. Devuélveme la alegría de tu salvación (Sal 50, 14). El pecado afea la vida humana deformando la imagen bella de Dios en el hombre. Privado de belleza, el corazón humano cae en una tristeza de la que por sí mismo no puede escapar. Jesucristo, consciente de la situación del ser humano que el salmista declara, al completar su entrega para la salvación del mundo, confía a sus discípulos el fin de su misión: Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud (Jn 15, 11). Sabia es la Iglesia cuando, en la travesía de la Cuaresma, nos regala un domingo de alegría.

En el Evangelio de este domingo nos encontramos una parábola que se suele designar con diferentes nombres. Cada uno de ellos destaca algún aspecto de su enseñanza. Entre todos se nos desvela el secreto de la salvación que es alegría. Decimos que es la parábola del hijo pródigo, pues en ella ocupa un lugar destacado la figura del hijo que derrocha los bienes recibidos del padre pero acaba volviendo a él. Poniendo la atención en el hijo que vuelve, se descubre la gravedad del pecado (decisión voluntaria que quiebra la libertad, declarar muerto al padre en vida, derrochar los bienes del padre hasta pensar que ya no puede volver a ser hijo), el núcleo de la conversión (volver sobre sí para cambiar de vida y encontrarse de forma nueva con el Padre) y el misterio admirable del perdón (abrazo de amor que es más fuerte que el pecado). Decimos también que es la parábola de los dos hermanos, pues en ella se describen dos formas de ser hijos. La referencia final al hermano mayor, que se niega a participar en la alegría por el hermano recuperado, descubre un peligro real: el sólo vivir en casa no hace al hijo; necesario es descubrir en el afecto del Padre el mayor de los bienes propios, para ver al hermano como tal y descubrir en la fraternidad el mayor espacio de libertad. Decimos, en fin, que es la parábola del padre bueno, pues aunque las idas y venidas de los hijos centran gran parte del relato, todo gira en torno al Padre que manifiesta un amor infinito: da la herencia sin reproche, espera siempre al hijo alejado, corre a su encuentro cuando regresa, lo colma de bienes y lo abraza con inmensa ternura. San Agustín de Hipona vio en este abrazo la presencia del Hijo («El brazo del Padre es el Hijo»); y en la alegría, al Espíritu Santo («El abrazo inefable del Padre y su Imagen no es sin fruición, sin amor, sin gozo. Y en la Trinidad este gozo es el Espíritu Santo»). En el abrazo del Padre, está el amor y el gozo de la Trinidad. En el abrazo al hijo que vuelve, está la alegría de la salvación.

Evangelio / Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola:

«Un hombre tenía dos hijos: el menor dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. Días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Entonces se contrató con un ciudadano de aquel país, que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Y nadie le daba de comer. Recapacitando, se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros». Se puso en camino. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Y dijo a sus criados: Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado… Su hijo mayor estaba en el campo. Al volver a casa y oír la música, se indignó y no quería entrar. Su padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado».