El Papa Francisco - Alfa y Omega

En poco más de un mes, los católicos hemos vivido una gran variedad de sentimientos diferentes y encontrados, al pasar de la incredulidad con la que recibimos el anuncio de la renuncia de Benedicto XVI, a la tristeza que supuso su despedida, sabiendo que nunca más íbamos a volver a ver a un Papa que supo ganarse el corazón de los cristianos, y de los no creyentes, con sus formas sencillas y amables, sus gestos cariñosos, sus palabras firmes y comprometidas, su mensaje de amor, de esperanza, de perdón. Hemos pasado por la angustia de sabernos huérfanos en la Iglesia durante el período de Sede Vacante, con la inseguridad y el desconcierto que esta situación nueva –un Papa emérito y otro por elegir– nos producía. Hemos rezado con todo el corazón y con toda el alma, sabiendo que sólo Dios tenía la respuesta a nuestras plegarias, y con la esperanza puesta en Él. Y, mientras tanto, y por sí acaso, hemos jugado a las quinielas, intentando aplicar criterios humanos y mundanos para buscar al mejor Papa que, siempre a nuestro juicio, creíamos que necesitaba la Iglesia.

Ahora, he de confesarlo, me embarga la alegría. Y me siento feliz. Sí, muy feliz. Primero, porque tenemos nuevo Papa. El Papa Francisco. Y porque es este Papa el elegido, y no otro. Y no porque yo le conozca, y me caiga especialmente bien, sino porque otra vez Dios nos ha hablado al corazón, a todos los hombres, y nos ha demostrado que sigue escribiendo recto con renglones torcidos. Y lo que escapaba a nuestro entendimiento, como pudo ser la renuncia de Benedicto XVI, se ha mostrado providencial para que ahora tengamos un nuevo Santo Padre. Y que hayamos podido comprobar de nuevo, gracias a Dios, que la Iglesia no es obra humana, y por lo tanto no responde a los criterios políticos, sociales, materiales, que los hombres aplicamos al mundo. Hemos visto y sentido cómo, tal y como nos decía Benedicto XVI en su despedida, Dios sigue guiando a su barca.

Que no estamos solos lo hemos podido comprobar una vez más en el regalo que Dios ha hecho a su Iglesia en la persona del nuevo Santo Padre. Un Papa que, en sus primeras palabras y gestos, se nos ha mostrado sencillo, humilde, espiritual. Nos ha invitado a orar, y lo ha hecho con nosotros, con la oración que Cristo nos enseñó, la oración de la confianza en el Padre, aplicada por Benedicto XVI. Y nos ha pedido que intercedamos ante Dios, con nuestra oración, para que le bendiga a él, su elegido para ser Sucesor de Pedro, al tiempo que se postraba de rodillas y oraba, también él, en silencio. Un Papa que, como un buen hijo, ha sido ir a visitar a la Madre de Dios, de la Iglesia, de todos los hombres, para regalarle, junto con unas flores, en una entrega simbólica, ese generoso y fiel dado a Dios, implorando la ayuda y el consuelo materno para su cumplimiento. ¿Qué más podemos pedir a un Papa que inicia su pontificado con estas premisas: aceptación generosa y entrega incondicional de su vida a Dios, asumiendo la difícil tarea de ser padre y pastor de todos, pero demostrando que en su vida la oración a Dios y el amor a la Madre son lo primero. El Papa Francisco, que hasta en el nombre elegido proclama esa renuncia a sí mismo para ser todo de Dios, ha pedido nuestras oraciones para el difícil trabajo que tiene por delante. Santo Padre, ahora y siempre: ¡cuente con las mías!