La escuela del amor más grande - Alfa y Omega

La escuela del amor más grande

Domingo de Ramos

José Rico Pavés
‘Última Cena’ (detalle), de Roselli. Capilla Sixtina

La Pasión del Señor es escuela de amor. Al comenzar la Semana Santa, la Iglesia presenta, a través de la Liturgia, una petición en favor de sus hijos: que las enseñanzas de la Pasión nos sirvan de testimonio. El testigo levanta acta de lo sucedido. El testimonio es memoria presente de hechos pasados que permite abrirse al futuro. Jesús padece, muere y resucita de una vez por todas. La Liturgia actualiza en el tiempo lo que sucedió en un momento preciso de la Historia. Las enseñanzas de la Pasión son testimonio porque mueven a imitación y graban en la memoria lecciones de vida eterna. A la Pasión se entra para aprender; en ella se permanece para crecer; desde ella se vive para amar.

La Pasión del Señor es escuela porque en ella está el Maestro. Jesús enseña con sus palabras y con sus obras, con lo que hace y con lo que padece. En el evangelio de San Lucas, las palabras de Jesús disminuyen a medida que se adentra en la Pasión. En el pórtico, la institución de la Eucaristía. Con deseo ardiente, el Maestro se entrega a los discípulos. Pan y vino, por su palabra, serán signo de su Presencia viva. Cuerpo que se entrega, Sangre que se derrama, anuncian el precio de nuestro rescate. Comida y bebida son el cauce para nuestra participación. La entrega de Cristo consumada en el Calvario comienza en la Última Cena, convertida así en el aula donde el Maestro imparte lecciones de vida: entre los discípulos, el primero es el servidor; Simón caerá, pero, levantado, dará firmeza a sus hermanos; en adelante, Jesús estará con los suyos de otra manera. Tras la promesa de la Cena, llega el cumplimiento de la crucifixión. La palabra eficaz del Maestro se verifica en la contradicción: el que enseña, cerrará la boca; el que trae la alegría, soportará la angustia; el que siembra confianza, recibe traición; el Hijo recibe el desprecio del esclavo; el justo Juez es ajusticiado; el Rey veraz y soberano comparece vituperado y encadenado; el atormentado regala consuelo a su paso; el Autor eterno de la vida muere a los ojos del mundo derrotado. En la hora del poder de las tinieblas, la sola voz del Hijo amado anuncia la victoria del amor más grande. Para los que le dan muerte, el Hijo pide al Padre el perdón; para los que desvelan su culpa ante el Inocente, el Hijo promete el Paraíso; para el corazón que carga con el pecado del mundo, el Hijo busca el regazo del único que otorga consuelo: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.

En la escuela de la Pasión del Señor aprende quien acoge las palabras del Hijo Maestro; progresa quien camina detrás del que va primero; aprovecha quien reconoce en las heridas sus propias culpas. Lección de amor, corazón requiere. La escucha, atención y disposición del discípulo son actitudes del corazón. En la escuela de la Pasión, es buen alumno el que se deja amar y comunica a otros el amor de Dios recibido. En esta escuela, el amor está velado: la belleza, cubierta de oprobios; la ternura, tapada por la crueldad; la verdad, negada desde la mentira y la indiferencia; la vida, herida por muerte ignominiosa. Para levantar el velo y descubrir el amor que todo lo puede, necesario es devolver Amor a quien de forma extrema nos ha amado. Ante la Pasión de Jesucristo, pedir amor para en todo reconocer a nuestro Señor.

Evangelio /  Lucas 22, 14-23, 56

Cuando llegó la hora, se sentó Jesús a la mesa y los apóstoles con Él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios»… Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros»… Salió y se encaminó al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar, les dijo: «Orad para no caer en la tentación». Y se apartó de ellos y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»… Apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Después de prenderlo, se lo llevaron a casa del sumo sacerdote. Cuando se hizo de día, lo condujeron al Sanedrín. Le dijeron: «¿Eres tú el Hijo de Dios?». Él les dijo: «Vosotros lo decís, yo lo soy». Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de tu boca». Y lo llevaron a presencia de Pilato, que dijo: «No encuentro ninguna culpa en este hombre. Le daré un escarmiento y lo soltaré». Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara. Pilato entonces sentenció que se realñizara lo que pedían. Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo crucificaron allí, a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»… Uno de los malhechores crucificados lo insultaba. Pero el otro decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso»… Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y dicho esto, expiró.