La primera vuelta al mundo - Alfa y Omega

La primera vuelta al mundo

En el marco del V centenario de la gesta, la Biblioteca Nacional embarca a los visitantes en las comitivas de Magallanes y Elcano, que dieron la vuelta al globo entre 1519 y 1522. La exposición Una vuelta al mundo en la BNE invita, además, a otros grandes viajeros que siguieron a nuestros navegantes en la exploración del mundo. Aquí tenemos a pilotos y cosmonautas, a viajeros imaginarios y a viajeros reales. Esta muestra celebra el espíritu de quien se adentra en lo desconocido y se atreve a hacerse a la mar, subirse a un avión o echar un vistazo al cosmos

Ricardo Ruiz de la Serna
‘America retectio’. Grabado alegórico del viaje de Magallanes, ca. 1590. Stradanus/Collaert. Foto: Biblioteca Nacional de España

La Biblioteca Nacional de España no deja de darnos alegrías. Si hace apenas unos meses acogía la exposición Dos españoles en la historia: el Cid y Ramón Menéndez Pidal y nos mostraba el códice único del Cantar de Mio Cid, ahora nos toma de la mano para subirnos en los barcos de Magallanes y Elcano, que dieron la vuelta al globo entre 1519 y 1522. Les presento la exposición Una vuelta al mundo en la BNE. Esta casa se suma, así, en colaboración con la Fundación Jorge Juan, a los eventos que vienen celebrando desde el año pasado la circunnavegación del globo.

Entre los siglos XV y XVI, España y Portugal se disputaron el dominio del mundo. Los lusitanos, a quienes Luís Vaz de Camões llamó «uma gente fortissima d’Espanha» en su gran poema Os Lusíadas, habían llegado a Azores y a Madeira, a Guinea y a la India. Sus carabelas, con las velas desplegadas al viento luciendo la cruz de la Orden de Cristo, surcaban el Índico y el Atlántico. A la capital de Portugal afluían las riquezas de África, Asia y Brasil. El gran humanista portugués Damião de Góis, amigo de Erasmo de Rotterdam, nos ha dejado una Descripción de la ciudad de Lisboa llena de belleza y maravilla.

‘Historia naturalis. De avibus’. Johannes Jonstonus. Foto: Biblioteca Nacional de España

Con Portugal rivalizaba la monarquía hispánica

Los aragoneses y los catalanes eran los señores del Mediterráneo. Desde Barcelona y Valencia, España pugnaba con el Imperio otomano y suscitaba el recelo y la envidia de las repúblicas marítimas de Venecia y Génova. No había puerto mayor que Sevilla, que capitalizaba el comercio con América y que, como describió Cervantes, era «amparo de pobres y refugio de desechados; que en su grandeza no solo caben los pequeños, pero no se echan de ver los grandes». A los puertos del Cantábrico llegaban los navíos de Flandes y de Inglaterra. Los reyes navegantes, que dieron a Portugal siglos de gloria, tenían motivos para desconfiar de esos españoles –vascos, castellanos, gallegos, andaluces, catalanes– que no temían al océano.

Si hubiese que escoger un símbolo para el espíritu del Renacimiento, quizás podríamos tomar la catedral de Florencia –la maravillosa Santa Maria dei Fiori– o el Moisés de Miguel Ángel o los retratos de Durero. Pues bien, si el Renacimiento fuese un barco, sería la nao Victoria, construida en los astilleros de Zarauz y nombrada así por la iglesia de Santa María de la Victoria de Triana. Fue el único navío que regresó de la expedición de Magallanes y Elcano. Había recorrido más de 70.000 kilómetros. La Fundación Nao Victoria ha construido una reproducción majestuosa del barco, que luce la cruz de Santiago en el velamen.

Aquellos marineros de la Armada de la Especiería y sus capitanes reciben cumplido homenaje en esta exposición deslumbrante que nos da la bienvenida nada menos que con el diario de Ginés de Mafra, superviviente del naufragio de la nao Trinidad, y el itinerario de Pigafetta, marinero a bordo de la Victoria. No falta una maravillosa referencia borgeana encontrada en El Aleph: «El lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Admiren los mapas que los cartógrafos elaboraron y recorran con el dedo la ruta hasta Catay. Hicieron falta casi tres años para dar la vuelta al mundo, pero bastan un trozo de papel o pergamino para representar el orbe. En los libros vienen dibujados los pájaros maravillosos que los viajeros encontraron como estas aves del Paraíso que Johannes Jonstonus pintó en su Historia naturalis. De avibus.

Maximiliano Transilvano, secretario del emperador Carlos V, resumió en unas pocas líneas cómo cambió el conocimiento del planeta aquella expedición: «Nunca los antiguos tuvieron tanto conocimiento del mundo que el sol circunda y recorre en 24 horas como tenemos ahora por la industria de los hombres de este nuestro siglo». El Renacimiento de los siglos XV y XVI, heredero de los renacimientos medievales, revelaba al hombre cómo era la Tierra. La filosofía y la teología cultivadas en las escuelas catedralicias, los monasterios y las universidades medievales habían allanado el camino a un ser humano que confiaba en su razón para comprender la naturaleza. Las cruces de Santiago que las naos lucían en las velas simbolizaban el espíritu de una cultura cristiana que seguía dando frutos. Un capellán universitario recordaba hace pocos días que «la Iglesia ama la Historia» y yo añadiría que también ama la ciencia. Esta exposición está llena de ilustraciones, mapas, relatos e imágenes que revelan esa pasión por el conocimiento que la civilización europea del renacimiento destilaba por los poros de la piel y que la impulsaba a ir plus ultra, más allá.

‘Atlas novus’, de Heinrich Scherer. 1737, vol 4. Foto: Biblioteca Nacional de España

No están solos

Creo que aquí hay una clave de esta exposición que merece subrayarse: Magallanes y Elcano no están solos. La Biblioteca Nacional ha invitado a otros grandes viajeros que siguieron a nuestros navegantes en la exploración del mundo. Aquí tenemos a pilotos y cosmonautas, a viajeros imaginarios y a viajeros reales. Esta exposición celebra, pues, el espíritu de quien se adentra en lo desconocido y se atreve a hacerse a la mar, subirse a un avión o echar un vistazo al cosmos. Esa mirada puede servir para tomar consciencia de la grandeza de Dios y de su obra. Ya lo decía san Juan de la Cruz, otro genio del Renacimiento, cuando buscaba la Esposa al Amado y preguntaba a las criaturas: «Mil gracias derramando, / pasó por estos sotos con presura, / y, yéndolos mirando, / con sola su figura/ vestidos los dejó de hermosura». En esos paisajes que los navegantes, del mar y el cielo descubrían ante sí, uno puede atisbar el aliento del Creador que dejó su huella en ellos.

Jesús mismo navegó –ahí está el mar de Galilea– y san Pablo recorrió en barco buena parte del Mediterráneo. En una balsa de piedra cuentan que llegó a Galicia el cuerpo de Santiago de modo que, siendo Teodomiro obispo de Iría Flavia, unas luces indicaron el lugar donde estaban los restos de Jacobo. En las cruces de las naos, iba simbolizado el apóstol a quien llamaron Bonaerges, el hijo del trueno. Ya puestos a recordar a viajeros antiguos, no me dejarán ustedes olvidar a la gran Egeria, gallega o berciana, peregrina a los Santos Lugares, y autora de un libro extraordinario que describe, entre otros muchos sitios, Jerusalén, Belén y la Galilea. Miren si a la Iglesia le gustarán los viajeros que san Francisco Javier se marchó a China, que ya era lejos, y san Juan Pablo II el Grande, que celebró Misa a 350 kilómetros del círculo polar ártico en 1989, recorrió en su pontificado más de 1,2 millones de kilómetros.

En esta exposición, que estará en la Biblioteca Nacional hasta el 23 de abril tienen, pues, cabida la belleza, la maravilla y el asombro. Magallanes y Elcano representan una tradición de viajeros que comenzó cuando los aqueos se subieron a las cóncavas naves y zarparon a la guerra de Troya y que culminó cuando Jesús ordenó a Simón que remase mar adentro. Magallanes y Elcano representan, pues, el espíritu de nuestra civilización en alta mar con una cruz al viento.