La vida recuperada - Alfa y Omega

La vida recuperada

Quinto domingo de Cuaresma

José Rico Pavés
‘Jesús y la mujer adúltera’ (detalle). De la Biblia Moralizada de Nápoles (siglo XIV). Tomado de Moleiro Editor

Jesús escribe en el suelo. El Redentor del género humano no dejó a sus discípulos ningún escrito. Los evangelistas no nos dicen de Él que llevara a cabo una actividad literaria. Sólo san Juan refiere que, en una ocasión, se inclinó para escribir y lo hizo con el dedo en el suelo. ¿Fingía Jesús indiferencia ante los que acudieron, con prisa, para dar muerte a la mujer pecadora? En el Templo, Jesús se sienta y enseña. Cuando irrumpen los que presumen conocer la voluntad de Dios, Jesús adopta otra postura: se inclina cuando los elevados a jueces y señores de la vida, invocando la Ley, quieren quitar la vida a una mujer sorprendida en adulterio; se levanta cuando desenmascara la suerte pecadora de los que le rodean; y se vuelve a inclinar para seguir escribiendo cuando los pecadores disimulados se escabullen de Él y la culpable descubierta permanece a su lado. A solas con la mujer, la escritura cesa y llega entonces la palabra que devuelve la vida. La escritura y los gestos de Jesús encierran un misterio que sólo la palabra permite desvelar. ¿Qué escribió Jesús? Sabemos lo que su escritura logró: alejar del Templo a los intérpretes endurecidos de la Ley y devolver la vida a quien la había perdido por el pecado. La Casa del Padre vuelve a ser casa de misericordia, donde el amor del perdón restaura el daño del pecado. La Ley escrita en piedra se pervierte si no llega al corazón. El mismo Señor había prometido por los profetas escribir su Ley en los corazones de los hombres. Y ahora Jesús escribe en el suelo para quebrar la dureza del corazón humano y disponerlo al don misericordioso de su perdón. Había que tocar el suelo para conceder al ser humano un fundamento sólido sobre el que caminar y preparar el corazón a recibir el soplo nuevo de vida. En la escritura de Jesús está el principio de la vida recuperada.

Cuando la Iglesia llega al quinto domingo de Cuaresma, la palabra de Dios proclamada en la Liturgia nos invita a olvidar lo antiguo y contemplar lo nuevo que ya está brotando. No podemos llegar a la Pascua con el lastre del viejo pecado. Jesús se inclina para levantarnos y se alza para que reconozcamos nuestras culpas. El pecador endurecido, que se cree autorizado para señalar a otros en sus pecados, se encuentra con su propia desvergüenza, aunque busque el cobijo de sus semejantes. Sin embargo, el pecador, que reconoce su culpa y permanece junto a Jesús, ve su condena levantada y recibe como regalo la oportunidad de volver a vivir ya sin pecado. Hay vida restaurada después del pecado, por grande que éste sea, para quien no rehúye el encuentro con Jesucristo, con sus gestos y con sus palabras. En Él está el amor más grande: el amor que todo lo puede y que es mayor que nuestros pecados. La vivencia del perdón es experiencia que salva. Al resucitar, Jesucristo hizo a sus apóstoles depositarios del perdón por el don del Espíritu Santo. A la Iglesia le ha sido confiado el ministerio de la reconciliación, para que, convertida en la nueva Casa del perdón y de la misericordia, haga resonar la palabra de Cristo que llama a la conversión, el pecador encuentre en ella motivos para abandonar su vida pasada y experimente la fuerza del amor que es más fuerte que el pecado y que la muerte. Misericordia infinita de Dios en la Iglesia: he aquí el fundamento de la vida recuperada.

Evangelio / Juan 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer, se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a Él y, sentándose, los enseñaba.

Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:

«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».

E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó:

«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».

Ella contestó: «Ninguno, Señor».

Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».