La alegría de ser un rescatado - Alfa y Omega

La alegría de ser un rescatado

Cada llamada al sacerdocio es distinta, porque es diferente la historia de amor que Dios tiene con cada persona. Sin embargo, en todas las vocaciones hay rasgos comunes, como ejemplifica el testimonio de don Manuel Capa, un sacerdote español ordenado en Roma el pasado mes de junio, cuya historia demuestra hasta qué punto el encuentro con Cristo y con la Iglesia puede cambiar la vida de un joven…

Colaborador
Manuel (segundo de la derecha), poco antes de ingresar en el seminario, ante Juan Pablo II

Me llamo Manuel Capa de Toca, aunque también me conocen por Litos. Soy madrileño, ordenado sacerdote en la diócesis italiana de Pinerolo (Turín), pertenezco al Camino Neocatecumenal y he sido formado en el Seminario diocesano misionero Redemptoris Mater, de Pinerolo. Soy licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, y trabajé como abogado para una empresa española de gas. He estudiado el Máster de Ciencias de la Familia en el Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, y he realizado experiencias misioneras en Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia, Suiza y Colombia.

La historia de mi vocación sacerdotal empieza con mi vocación de cristiano: el encuentro con Cristo cambió mi vida; su mirada me conquistó. La historia de mi vida es una historia de amor: Dios me ama; me creó por amor y por amor me redimió. Porque yo soy eso: un redimido, un rescatado.

En la adolescencia, quería triunfar: en el deporte (corría maratón), en los estudios… Tener éxito era la meta de mi vida. Pensaba: No necesito a Dios, y vivía fuera de la Iglesia. Sin embargo, no me daba cuenta de que Cristo no estaba lejos, sino junto a mí, y aunque yo lo rechazaba, no me abandonaba.

Mi vida andaba por caminos que no eran los de Dios, pero Él no estaba dispuesto a que me perdiese: una lesión en la rodilla me obligo a dejar el atletismo, y una experiencia cuidando a mis abuelos muy ancianos (dependientes y con Alzheimer) me hizo conocer el sufrimiento. Ver morir a mis abuelos me hizo entrar en crisis: la muerte quitaba el sentido de tanto luchar por el éxito.

Al borde del precipicio…

Experimenté que, cuanto más me alejaba de Dios, más se derrumbaba mi vida. Toqué fondo. Si hubiesen seguido su curso normal, mis pecados hubiesen finalizado en la desesperación total, en la muerte. Pero, en mi soledad y angustia, vi que los cristianos eran felices. En el borde del precipicio, Cristo me agarró. Volví a la Iglesia…, y se produjo mi encuentro con Él. La desesperación se convirtió en esperanza; y la muerte, en vida y alegría.

Poco a poco, fui siendo consciente de los méritos de Jesucristo y de la gracia que recibí en mi Bautismo, del don tan grande de haber nacido en una familia cristiana. Un Domingo de Resurrección, después de haber celebrado la Vigilia Pascual con mi comunidad, salí a la calle a pasear y a rezar el Rosario (el Rosario ha sido para mí una fuente de innumerables gracias). Eran las 3 de la tarde. Empecé a llorar, porque vi que Cristo me amaba, que siempre había estado conmigo; experimenté el Amor gratuito, el perdón de mis pecados, que ya había confesado, y su misericordia. Reconocí que en la Iglesia estaba la verdad y que yo estaba aún lejos, por mi culpa, de donde debería estar.

En el Camino Neocatecumenal aprendí, obedeciendo a la Iglesia, a dejarme hacer. El agradecimiento por la vida que me daba Cristo, su misericordia y la gratuidad empezaron a brotar en mi corazón, y un día me vino este pensamiento: ¿Por qué no sacerdote? ¡Sacerdote! Una gran paz y serenidad se apoderó de mí; también una certeza: no había dudas (quien está llamado, lo sabe). El camino era largo, así que obedecí a mis formadores, que primero me mandaron acabar los estudios de Derecho y ponerme a trabajar, para, al mismo tiempo, empezar a tener una intimidad con Cristo, día a día: misa diaria, Rosario, oración…; en definitiva, mendigar. Hasta que me admitieron en un Seminario Redemptoris Mater, por puro don.

Manuel, con Benedicto XVI en vísperas de ser ordenado sacerdote, en 2012

La misión de dejarse hacer

Dos cosas me brotan del corazón cuando veo la obra que Dios ha realizado en mí: el agradecimiento y la gratuidad. La gratuidad, porque, si soy sacerdote, se lo debo a la gracia de Dios: Jesucristo es el protagonista de mi vocación, no yo. Ser sacerdote no depende de una decisión personal mía, sino que precede en el origen una llamada; la iniciativa es de Dios y lo que yo he tenido que hacer es aprender a responder.

Para mí, ser cristiano, como ser sacerdote, no es hacer yo, sino dejarme hacer. Es Él quien actúa en mí, y yo respondo como María: Hágase en mí según tu Palabra; y veo que la promesa que Dios me hace en mi vocación es la plenitud de vida.

Para responder a la llamada de Dios, destaco dos elementos: el primero, la intimidad con Jesucristo (oración, conversación…) Dios me quiere sacerdote, en primer lugar, para estar con Él. Estar con Jesús es lo mejor, porque de ahí brota todo. Y el segundo, las personas que me he encontrado durante este camino: formadores y sacerdotes como don Juan José Pérez Soba y Miguel Ángel Turmo, que me han mostrado la belleza del sacerdocio; las consagradas de Iesu Communio, que me han mostrado la alegría de pertenecer a Cristo y me sostienen con su oración; la abadesa benedictina de Valfermoso (Guadalajara); el catequista Ángel Colodrón y mis catequistas Alfredo y Ana…

Mi vocación es hacer posible el encuentro entre Dios y los hombres. Dios sabe que no soy perfecto; de hecho, no me he ordenado sacerdote para ser perfecto, sino para prestar un servicio; no para buscar la eficacia, sino para donarme, para entregarme. Ésta es la gracia que pido al Señor, porque experimento que, encerrado en mi egoísmo, permanezco en la muerte.

Manuel Capa de Toca