Aire fresco de Evangelio - Alfa y Omega

«Es necesario que uno de los que nos acompañaron todo el tiempo en que convivió con nosotros el Señor Jesús… se asocie a nosotros como testigo de su resurrección. Propusieron a dos: José, llamado Barsabá, de sobrenombre Justo, y Matías. Y rezando, dijeron: Señor, tú que penetras el corazón de todos, muéstranos a cuál de los dos has elegido»: así relata el libro de los Hechos de los apóstoles cómo fue la elección de Matías, el apóstol que había de completar el número de los Doce. Han transcurrido ya, desde entonces, dos milenios, pero la contemporaneidad de la Presencia de Cristo en su Iglesia se nos ha mostrado plena, una vez más, en la elección del 266 sucesor del apóstol Pedro. Porque la Iglesia no es del Papa, no es de los obispos, no es nuestra, ¡es del Señor!, como han proclamado con meridiana claridad, repetidamente, Benedicto XVI, a la hora de su renuncia, y su sucesor Francisco, con gestos elocuentísimos, desde el primer momento en que apareció en el balcón central de la basílica vaticana. Se trata del aire fresco del Evangelio, de su actualidad palpitante: «No sois vosotros –no ha dejado de mostrárnoslo, ininterrumpidamente durante ya veinte siglos, el Señor Jesús– los que me habéis elegido; soy Yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca».

En la Misa con los cardenales, el pasado jueves, en la misma Capilla Sixtina donde el Señor mostró al que había elegido, el Papa Francisco hizo clara profesión de fe y, como le pide su oficio de sucesor de Pedro, en ella confirmó a sus hermanos, reconociendo, con aplastante claridad y sencillez, que, «si no confesamos a Jesucristo, la cosa no funciona. Nos convertiríamos en una ONG compasiva, pero no en la Iglesia, la Esposa del Señor». Cuando así se confiesa a Cristo, «caminamos, en la presencia del Señor», nos dice el Papa. De lo contrario, «cuando nos detenemos, la cosa no funciona».

Esto mismo nos decía su antecesor, durante su última audiencia en la Plaza de San Pedro, el miércoles 27 de febrero pasado, confesando que «la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es del Señor», y por eso nos invitaba «a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, también en la dificultad». Sí, ¡también en la dificultad! Se lo había dicho ya, de un modo muy cercano y coloquial, que parecía anticipar el del Papa Francisco en su homilía de la Capilla Sixtina, tan sólo tres días antes de anunciar su renuncia, el 8 de febrero, a los seminaristas, durante su encuentro en el Seminario Mayor de su diócesis de Roma: «La Iglesia es un árbol nacido del grano de mostaza, creció en dos milenios; ahora, tiene el tiempo tras de sí, ahora es el tiempo en el cual muere. ¡No! La Iglesia se renueva siempre, renace siempre. El futuro es nuestro». No dudaba el todavía Romano Pontífice de que es Cristo quien guía y cuida a su Iglesia, que es Suya, sí, ¡y por eso el futuro es de nosotros, de los que somos suyos!

«No cedáis a la amargura, al desaliento, al pesimismo», les dijo el Papa Francisco, el pasado viernes, en su audiencia a los cardenales. Y su venerado predecesor, en el encuentro del 8 de febrero con los seminaristas romanos, subrayó: «Naturalmente, existe un falso optimismo y un falso pesimismo. Un falso pesimismo que dice: El tiempo del cristianismo se acabó. ¡No!, ¡comienza de nuevo! Y el falso optimismo era el posterior al Concilio, cuando los conventos cerraban, los seminarios cerraban, y decían: Pero… nada, está todo bien. ¡No! No está todo bien. Hay caídas graves, peligrosas, y debemos reconocer, con sano realismo, que así no funciona, no funciona donde se hacen cosas equivocadas». ¿Y dónde está la equivocación, sino en cerrar los ojos a la realidad de la Presencia de Cristo, justamente a ese sano realismo que es reconocer esa Presencia viva, que es, en definitiva, confesar la fe en Jesucristo como acaba de hacer el Papa Francisco? «Pero también debemos estar seguros, al mismo tiempo –concluía Benedicto XVI–, de que si aquí y allá la Iglesia muere por causa de los pecados de los hombres, por causa de su falta de fe, al mismo tiempo, nace de nuevo. El futuro es realmente de Dios: ésta es la grandeza de nuestra vida, el grande y verdadero optimismo que conocemos. La Iglesia –volvía el Papa a la imagen con la que empezó– es el árbol de Dios que vive eternamente y lleva en sí la eternidad y la verdadera herencia: la vida eterna».

Lo tenemos bien claro, ante los ojos, en el Papa Francisco, que ya nos está haciendo respirar verdadero aire fresco de Evangelio.