Un maestro que es discípulo, un luchador misericordioso - Alfa y Omega

Un maestro que es discípulo, un luchador misericordioso

Cuando el joven Jorge Mario Bergoglio decidió estudiar Ciencias Químicas, no podía imaginar hasta qué punto sus conocimientos podrían iluminar el corazón de los hombres del siglo XXI. Porque, como si de una fórmula química se tratase, el pensamiento del nuevo Papa es el resultado de unir conceptos en apariencia antagónicos: un maestro que es discípulo, un pastor que vive en su rebaño, un luchador que pelea con misericordia

José Antonio Méndez
«Todos somos discípulos desde el Bautismo. El Señor, de este pueblo, saca algunos, los separa pero no los excluye, para que sean pastores»

Durante sus 16 años al frente de la archidiócesis de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio imprimió un sello personalísimo a su labor pastoral y doctrinal, que expresó de muchas maneras, en sus homilías, alocuciones y mensajes. Ideas y propuestas que también planteó en el Vaticano, ante otros obispos y ante sus predecesores al frente de la sede de Pedro, Juan Pablo II y Benedicto XVI, como un eslabón que engarza a la perfección en el magisterio de los dos últimos Pontífices. Su forma de concebir la misión del obispo y la tarea evangelizadora de la Iglesia no son sino el reflejo de su vida, en coherencia perfecta entre palabra y obra, siempre en comunión con la tradición de la Iglesia. Para desconcierto de quienes han querido tacharlo de progresista o retrógrado, el pensamiento del Papa Francisco conjuga la mansedumbre con el vigor, la denuncia de las injusticias sociales con la centralidad de la Eucaristía y de la oración, el pastoreo del maestro con la humildad del discípulo de Jesús. Porque, para el Santo Padre Francisco, «el Maestro Bueno no enseña desde la lejanía de la cátedra, sino que enseña como quien pastorea: estando cerca, haciéndose prójimo, nutriendo de manera tal que selecciona lo que alimenta y descarta lo nocivo, mientras va de camino compartiendo la vida con su rebaño».

Ya en octubre de 2001, durante su intervención como Relator general adjunto para el Sínodo de los Obispos El obispo: servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo, el entonces cardenal Bergoglio explicó uno de los principios que rigen su forma de tratar con los fieles, y que a buen seguro vivirá como obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal: «El obispo es el que vela; cuida la esperanza velando por su pueblo». Y aclaraba que, aunque también es el que supervisa y el que vigila, «supervisar hace referencia al cuidado de la doctrina y de las costumbres, velar dice más de cuidar que haya sal y luz en los corazones; vigilar habla de estar alerta ante el peligro inminente, velar habla de soportar con paciencia los procesos en los que el Señor va gestando la salvación de su pueblo. Para vigilar basta con ser despierto, astuto, rápido. Para velar hay que tener, además de eso, mansedumbre, paciencia y la constancia de la caridad probada. Supervisar y vigilar hablan de un control necesario. Velar habla, además, de esperanza, la esperanza del Padre misericordioso que vela el proceso de los corazones de sus hijos». Porque, al fin y a la postre, «nuestro pueblo fiel desea pastores de pueblo y no clérigos de Estado; maestros de vida que dan doctrina sólida que salva, y no diletantes ocupados por defender su propia fama discutiendo cuestiones secundarias. Para ser buenos pastores y maestros, que comuniquen vida, se requiere desde el comienzo de la formación una sólida espiritualidad de comunión con Cristo Pastor, y docilidad a la acción del Espíritu», como dijo, en 2009, en la Pontificia Comisión para América Latina.

En la lucha por el Evangelio

En el Sínodo de 2001 definía también el modelo episcopal al que aspira: «Un hombre de fe y un hombre de visión; un hombre de esperanza y un hombre de lucha; un hombre de mansedumbre y un hombre de comunión. Imágenes que indican que entrar en la sucesión apostólica implica entrar en la lucha (agon) por el Evangelio». No obstante, estas cualidades no son exclusivas del pastor, sino que las propone a todos los católicos, pues «en la Iglesia caminamos todos, todos somos discípulos desde el Bautismo. El Señor, de este pueblo, saca algunos, los separa pero no los excluye, para que sean pastores, separados pero no excluidos, y es el Espíritu el que fomenta ese diálogo hermoso entre el pueblo y su pastor», dijo en la Conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano que se celebró, en 2007, en el santuario brasileño de la Virgen de Aparecida.

Los excluidos ya son sobrantes

La lucha por el anuncio del Evangelio es hoy algo esencial no sólo para la Iglesia, sino para el mundo. Según explicó en Aparecida, vivimos inmersos «en una cultura predominante de corte neoliberal, en la que lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, ocupan el primer lugar, y en la que lo real cede el lugar a la apariencia»; «una cultura dualista, donde lo que parece más moderno y progresista convive al lado de lo más antiguo y miserable, y que tiene como horizonte una visión individualista y un afán consumista en el que predomina la preocupación económica». Es decir, el relativismo y el consumismo tantas veces denunciados por Benedicto XVI.

Esta cultura que destruye al hombre en su espíritu y en su cuerpo, es «la globalización como ideología económica y social, que afecta a nuestros sectores más pobres. Las injusticias y desigualdades son cada vez mayores y profundas. Todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, en el que el poderoso se come al débil. Como consecuencia, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas. Ya no se trata sólo del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su raíz la pertenencia a la sociedad en que se vive, ya no se está en ella abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son explotados, sino sobrantes». Y ahí entran no sólo los pobres, sino también los enfermos, los ancianos, los niños, las mujeres (sobre todo las embarazadas) y los bebés en gestación, a quienes ha defendido en numerosas ocasiones.

«En la celebración de la Eucaristía, en la oración, la reflexión y el silencio, el obispo adora a Dios, e intercede por su pueblo»

Luz ante la pobreza de Dios

Pero para el Papa Francisco la opresión no es sólo económica, sino primero moral y espiritual, lo que genera personas explotadas y sobrantes en la búsqueda de la plena felicidad, del sentido de la vida, de la verdad: «El secularismo, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido de pecado personal y social, un progresivo aumento del relativismo moral que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente en la adolescencia y juventud», denunciaba en Aparecida.

Ante esto, es necesaria la reacción de cada sacerdote, religioso o laico, para llevar a Cristo a todos los rincones de la sociedad. Se lo decía, en 2011, a los miembros de Cursillos de Cristiandad, de Buenos Aires: «Hoy, más que nunca, necesitamos que tu cercanía en los ambientes sea luz y alegría para tantos hermanos que ignoran que Dios es un Padre que los ama con ternura. Hoy, más que nunca, necesitamos tu presencia para que muchas familias encuentren en el amor trascendente de Cristo una nueva y más grande dimensión del amor humano. Hoy, más que nunca, necesitamos de tu persona y tu testimonio para seguir adelante, más allá, en el anuncio y vivencia del kerygma».

Vigor sí, pero con misericordia

El anuncio de Jesús muerto y resucitado que propone, desde hace años, el nuevo sucesor de Pedro, tiene dos características que parecen a la medida de la nueva evangelización y del Año de la fe: la misericordia y la astucia. «Movidos por el Espíritu –decía a los miembros de la Renovación Carismática, en 2007–, metan en el Misterio de Dios a todos los que tienen cerca. Háganlos entrar en el Misterio de Dios. Ustedes no, el Espíritu; pero ustedes sean el conducto del Espíritu para que nuestra sociedad, ¡todos!, hermanos nuestros, que recibieron el santo Bautismo y tienen el sello y la unción del Espíritu, reconozcan que el camino es Dios. Peleando, no ganamos nada. Hagámoslo al estilo del Espíritu. ¿Y cómo nos introduce Él en Dios? ¿A empujones? No: con dulzura, con mansedumbre, con caridad; llevemos así a nuestros hermanos hasta Dios. Es lo que necesita el mundo frente a tanta propuesta: Dale que va, hacé lo que quieras, total, todo vale… Hoy está de moda el insulto. No insulten a nadie. Devuelvan bien por mal. No olviden: mansedumbre y esperanza».

La radicalidad con que vive y propone vivir el Papa Francisco no nace del voluntarismo ni de la filantropía, sino de una vida arraigada en la Eucaristía y en la oración, porque «el obispo, en la celebración de la Eucaristía, en la oración, la reflexión y el silencio, adora e intercede por su pueblo. Sintiéndose pecador, se acerca frecuentemente al sacramento de la Reconciliación; consciente de las maravillas del Señor en la Historia, celebra la alabanza cotidiana en la Liturgia de la Horas». Al renunciar a todo salvo a Dios, «un hombre de corazón pobre es imagen de Cristo pobre, imita a Cristo pobre, siendo pobre con visión profunda. La sencillez y austeridad de vida confieren una total libertad en Dios», que da el ánimo para «perseguir el radicalismo evangélico, por el cual, beato es quien se hace pobre para ponerse en el seguimiento de Jesús, y vivir en comunión con los hermanos».

La tristeza de mundanizarse

En el seguimiento de Cristo y en su búsqueda de la verdad, la Iglesia tiene un riesgo que la acecha de forma permanente: mundanizarse: «Hay que esquivar la enfermedad espiritual de una Iglesia autorreferencial: cuando llega a serlo, la Iglesia se enferma. El peor pecado de la Iglesia es la espiritualidad mundana, un antropocentrismo religioso que tiene algunos aspectos gnósticos. El arribismo, la búsqueda del éxito, pertenecen a esa espiritualidad mundana. Quien ceda a la vanidad autorreferencial, esconde una miseria grande», dijo en 2012.

A la luz de sus palabras, el Papa llega a la sede de Pedro con intención de depurar en la Iglesia todo aquello que esté mundanizado, para cambiar la tristeza en alegría: «La tristeza es un mal propio del espíritu del mundo, y el remedio es la alegría. Esa alegría que sólo el Espíritu de Jesús da y que da de manera tal que nada ni nadie nos la puede quitar». Porque «Jesús alegra el corazón de las personas», y Él quiere anunciárselo a todos.